Papá de imprevisto

La grieta

Las luces del pasillo estaban apagadas. El silencio en la casa era un lujo extraño, una pausa suave tras semanas de caos, gritos y travesuras. Sebastián se quedó unos minutos más sentado en el sofá, la carta todavía en su mano.

La había leído. Había dicho todo.

Y sin embargo, un vacío se abría dentro de él como una grieta silenciosa.

¿Y ahora qué?

Subió con cuidado las escaleras. Pasó frente al cuarto de los niños y escuchó la respiración acompasada de sus tres cómplices involuntarios. Luego llegó a la habitación que ahora sentía suya.

Subió con cuidado las escaleras, como si cada peldaño pudiera romper el hechizo de la noche. Pasó frente al cuarto de los niños y se detuvo un instante. La respiración acompasada de sus tres cómplices involuntarios se filtraba por la rendija de la puerta, ese sonido suave y rítmico que parecía sostener el mundo en equilibrio. Le bastó oírlo para sentir que, por un momento, todo estaba bien.

Luego llegó a la habitación que ahora sentía suya. No por rutina, sino por deseo. Por la forma en que el aire cambiaba cuando ella estaba cerca.

Clara estaba ya en la cama, leyendo. La luz cálida del velador le dibujaba sombras en el cuello, en las clavículas, en el rostro sereno que parecía no guardar rencor. Cuando lo vio entrar, dejó el libro en la mesita de noche. No dijo nada, pero lo abrazó. Con los brazos tibios, con el cuerpo relajado, como si ese gesto no necesitara explicación.

Durante varios minutos, compartieron el mismo silencio. Cómodo. Íntimo. No lleno de cosas que faltaban, sino de todo lo que ya no hacía falta decir.

Sebastián se giró para mirarla. No con urgencia. No con miedo. Solo con la necesidad de confirmar que ella estaba ahí. Que él también. Que, al menos por esa noche, el amor no pedía más que eso.

—¿Tú crees en los sueños? —preguntó él, en voz baja.

Clara giró la cabeza, desconcertada.

—¿Qué tipo de sueños?

—Esos que se sienten tan reales que no sabes si estás despierto o no. Como si fueran una vida entera dentro de ti.

Ella pensó un momento.

—A veces. ¿Por qué?

Sebastián la miró. Tenía en la garganta todas las palabras que nunca había dicho. Podía contarle que venía de otro mundo, que la había perdido, que estaba allí para corregirlo todo. Que cada uno de esos días era un regalo, una oportunidad para redimirse, para amar mejor, para quedarse. Pero no lo hizo. Porque decirlo todo habría sido demasiado. Porque a veces, el amor no necesita explicaciones. Solo presencia.

Bajó la mirada un segundo, tragó el nudo que se le formaba en el pecho, y dijo:

—Porque a veces tengo miedo de despertar.

Ella no preguntó qué quería decir. No pidió contexto, ni razones. Solo le acarició la mejilla con ternura, con esa delicadeza que no busca consolar, sino acompañar.

—Yo también —susurró.

La respuesta le partió el alma. Porque Clara no sabía de qué hablaba. Porque ella pensaba que se refería a perder este momento, este pequeño equilibrio que habían logrado construir sin palabras. Y sí, tal vez también hablaba de eso. Pero él temía algo más profundo.

Temía que todo se acabara. Que la última tarea lo devolviera a ese penthouse vacío, a ese otro Sebastián, al hombre que solo sabía huir. Temía que esta paz fuera prestada, que el amor no bastara para sostenerlo en este mundo.

Clara se durmió primero, con la mano aún apoyada sobre su pecho, como si quisiera retenerlo incluso en sueños. Él se quedó despierto, observando el techo, contando los segundos que lo separaban del regreso. No al lugar, sino a sí mismo.

Al día siguiente, algo había cambiado.

Los niños lo miraban con una mezcla de respeto y complicidad. Sofía se le colgó del cuello apenas lo vio. Mateo le pidió que lo ayudara con un proyecto escolar sin hacer muecas. Anita... Anita estaba demasiado callada.

Durante el desayuno, ella lo observó mientras untaba mantequilla en su pan tostado.

—¿Y ahora qué pasa, jefa? —le preguntó, forzando una sonrisa.

—Te falta una sola —dijo ella.

—Lo sé —respondió—. Pero no me has dicho cuál es.

Anita bajó la vista hacia su taza de leche con chocolate.

—No soy yo quien debe decírtelo —murmuró—. Tú ya lo sabes.

Sebastián frunció el ceño.

—¿Cómo voy a saberlo?

Ella lo miró con esos ojos de profundidad imposible.

—Porque no se trata de una acción. Se trata de una decisión.

Él tragó saliva. Intuyó lo que eso significaba.

La última tarea no era construir, ni disfrazarse, ni leer una carta. No se trataba de hacer.

Se trataba de elegir.

Ese día llevó a los niños a la escuela sin decir mucho. Anita, al bajarse, le apretó la mano.

—A veces, las puertas no se cierran solas —le dijo.

Sebastián la vio correr hacia el edificio. La mochila rebotaba en su espalda, los cordones desatados, el cabello suelto al viento. Parecía una niña como cualquier otra. Pero no lo era.

Y él lo sabía.

No por lo que hacía, sino por lo que representaba. Ella era su guía, enviada para mostrarle algo que aún no comprendía del todo. No una aparición solemne ni una voz celestial, sino una presencia viva, inquieta, disfrazada de infancia. Una lección envuelta en risas, en gestos pequeños, en preguntas que parecían inocentes pero que lo desarmaban.

Cuando volvió a casa, encontró a Clara doblando ropa en la sala. Lo miró de reojo, sin detenerse.

—Estaba pensando en algo —dijo ella.

—¿Sí?

—Que podríamos salir este fin de semana. A algún lugar con los niños. Algo… solo nosotros.

Sebastián sintió que el corazón se le encogía. Asintió con una sonrisa que intentó sostener el momento, como si pudiera protegerlo con gestos simples.

—Me encantaría.

Pero dentro de él, el temblor ya había empezado. No en las manos, ni en la voz, sino en ese lugar donde se decide el destino. Porque si esa era la última tarea —elegir quedarse—, entonces sabía lo que estaba en juego. No solo el amor, no solo la promesa de una vida compartida, sino la posibilidad misma de existir en ese mundo.




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