Papá de imprevisto

Un mundo sin ellos

Había comenzado a creer, sin reservas, que esta vida era suya. Que Clara lo amaba, aunque no lo comprendiera del todo. Que sus hijos —sí, sus hijos— lo buscaban cada mañana con la certeza de quien sabe que alguien está ahí para quedarse. Que Anita…

Anita era la prueba viva de que aún tenía una oportunidad. No solo de quedarse, sino de entender. De reparar. De elegir.

El día había sido extraño. Luces que parpadeaban sin razón. Voces duplicadas en los pasillos de la escuela, como ecos que no pertenecían a ese lugar. El tiempo corría distinto: a veces rápido, como si todo se deslizara sin freno; a veces lento, como si el mundo contuviera la respiración.

Sebastián lo notaba. Y también Anita.

Esa noche, cuando los demás dormían, ella lo encontró en el patio. Sentado en la reposera, mirando el cielo sin estrellas.

—Ya está —dijo él sin girarse—. No quiero irme.

Anita se sentó a su lado, en silencio.

Anita se sentó a su lado, en silencio. No dijo nada al principio. Solo lo miró como quien ya sabe la respuesta, pero espera que el otro la diga en voz alta.

—No quiero otro mundo, ni otra vida, ni otra oportunidad —dijo Sebastián, con la voz quebrada por una emoción que ya no podía contener—. Quiero esta. Quiero a Clara. A ustedes. Quiero despertarme y escuchar los gritos de Mateo porque Sofía le escondió las medias. Quiero tus bromas tontas. Quiero cargar las mochilas, cocinar panqueques. Quiero… quedarme.

Anita lo miró largamente. Sus ojos brillaban, pero no por lágrimas. Era otra cosa. Una tristeza antigua. Una ternura inmensa.

—Entonces ya está —susurró.

El aire cambió.

No fue un viento. No fue una vibración. Fue algo más profundo. Como si el mundo respirara… y luego exhalara. Como si el universo, al fin, hubiera escuchado.

—¿Qué fue eso?

Anita sonrió, con los ojos tristes.

—Fue el final.

—¿Cómo que el final? No. Yo dije que quiero quedarme. Eso es lo que querías, ¿no? ¡Lo que se suponía que tenía que hacer!

Ella se puso de pie. Caminó hacia él y le tomó el rostro con las dos manos, con una delicadeza que lo desarmó por completo. Como si fuera ella la adulta y él el niño confundido. Como si en ese gesto estuviera todo el amor que no se puede explicar.

—No era para que te quedaras, papá. Era para que eligieras.

—¡Pero elegí esto!

—Y eso… —dijo ella con dulzura, con una calma que dolía— significa que ya estás listo para regresar.

Una luz envolvió el jardín. Blanca. Cálida. Serena. No cegaba. No empujaba. Solo estaba ahí, como una puerta abierta.

—Anita, ¿qué estás diciendo? ¡Yo no quiero irme! ¡No ahora! ¡No después de todo esto!

Ella lo abrazó con fuerza. No como una despedida. Como una promesa.

Y en ese abrazo, Sebastián sintió todo: el amor, el miedo, la pérdida, la gratitud. Sintió que había vivido. Que había amado.

—Nos vemos en unos meses —susurró—. Prométeme que vas a esperarme.

—¿Esperarte?

—Sí —respondió, con la voz casi temblando—. Cuando nazca, quiero que estés ahí.

Él la separó apenas para mirarla a los ojos. Pero ya no había tiempo para entender.

—Anita… —dijo, ahogado—. ¿Cómo sabré que eres tú?

Ella le guiñó un ojo.

—Porque solo yo te diría "papá" con esa cara de loca.

Y entonces, como un parpadeo del universo, todo se desvaneció.

Ya no había casa. Ni noche. Ni luna.

Solo un instante suspendido en blanco absoluto.

Y luego… oscuridad.

Y luego…

Despertó con el cuerpo entero estremecido.

El aire era distinto. No olía a pan tostado ni a café de olla. No se oían pasos apresurados en pasillos de madera. No había juguetes en el piso ni risas desordenadas.

Solo silencio.

Silencio… y un departamento demasiado grande.

Sebastián se incorporó en la cama como si despertara de una pesadilla. Pero esta vez, el dolor no se le iba al abrir los ojos. Al contrario. Le caló hondo. Insoportable.

Gimió sin poder contenerlo, y se abrazó a la almohada, hundiendo el rostro en ella mientras las lágrimas brotaban sin consuelo. No podía respirar. Era como si un pedazo de su alma hubiera quedado en esa dimensión, con Clara, con Mateo, con Sofía… con Anita.

—No… —susurró—. No, no, no, no. Por favor…

El departamento estaba como lo había dejado: impecable, impersonal, sin rastros de vida.

Se arrastró fuera de la cama, descalzo, temblando, y fue al espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de siempre: barba bien recortada, cabello revuelto, la mirada vacía.

Pero ya no era el mismo. Ese rostro lo sabía todo.

Se vistió con rapidez. Casi con desesperación. Agarró las llaves. Bajó las escaleras a trompicones.

El departamento de al lado. El que había sido de Clara. Ese maldito número de puerta que había ignorado tantas veces. El mismo al que había ido una noche, hace ya demasiado tiempo, solo por egoísmo. Por impulso.

Golpeó. Una, dos, tres veces.

Nada.

Volvió a golpear. Ya no con los nudillos, sino con la palma entera, como si pudiera romper el tiempo a puñetazos.

—¡Clara! ¡Clara, soy yo! ¡Sé que no tiene sentido, pero por favor, abrime! ¡Necesito verte!

Nada.

Un hombre mayor abrió la puerta de enfrente.

—¿Se encuentra bien, joven?

—¿La vecina? —preguntó Sebastián, desesperado—. La que vivía acá… Clara Rivas… ¿sabe dónde está?

El anciano frunció el ceño.

—¿Clara? Ah, la muchacha que vivía aquí hace unos meses… Se mudó. Dijo que se iba con unos familiares fuera de la ciudad. Cosas de médicos, creo. Estaba embarazada.

Sebastián sintió que el corazón le golpeaba las costillas.

—¿Dónde? ¿Dónde fue? ¿Dijo una dirección?

—No, hijo. Solo dijo que se iba por un tiempo. Que necesitaba empezar de nuevo.

"Empezar de nuevo".

Lo que ella había querido hacer y él había destrozado.

Volvió al departamento como un fantasma. Recorrió cada rincón como si buscara pruebas de que ese otro mundo había existido. Abrió la heladera: botellas caras, comida empacada. Ninguna nota infantil en la puerta.




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