Papá de imprevisto

Buscando entre sombras

Sebastián ya no sabía en qué día vivía.

El reloj estaba atrasado, la barba crecida, los platos sucios apilados como ruinas de una vida que ya no le pertenecía. Las cortinas seguían abiertas, pero la luz no entraba. O quizás sí, y él simplemente había dejado de verla.

El corazón le ardía. No como metáfora. Como síntoma. Como si algo dentro de él se hubiera roto y ahora quemara sin tregua. A veces se quedaba horas sentado en el suelo, con la espalda contra la pared, sin moverse, sin pensar, solo escuchando el eco de lo que ya no estaba.

Aún podía oír a Sofía decirle “te amo” con su vocecita, o ver a Mateo corriendo con la capa mal puesta, o sentir la mano de Clara rozándole la suya mientras cocinaban. Como si todo siguiera ahí. Como si bastara con cerrar los ojos para volver.

Pero no.

La casa no olía a panqueques. No había risas. No había pasos. Solo el zumbido del refrigerador, el crujido ocasional de la madera, y su respiración entrecortada, como si incluso eso le costara.

Había dejado de contestar mensajes. De comer a horas normales. De cambiarse la ropa. A veces se ponía la camisa de Clara, solo para sentirla cerca. A veces dormía en el sofá, porque la cama le parecía demasiado grande. Demasiado vacía.

Y cada vez que cerraba los ojos, volvía a ese jardín. A esa luz. A ese abrazo.

Y cada vez que los abría, volvía a estar solo.

Abrió otra pestaña en el navegador. Tecleó:

"Clara Rivas ginecóloga Barcelona"

Nada útil.

Abrió otra pestaña en el navegador. Tecleó:

"Clara Rivas ginecóloga Barcelona"

Nada útil.

Probó de nuevo:

"Clínicas maternidad Barcelona zona oeste"

Scroll. Scroll. Scroll. Nombres y teléfonos que se mezclaban en su mente como si fueran parte de un sueño mal recordado. Llamadas sin respuesta. Recepcionistas con voces planas, ajenas a su urgencia.

—Lo siento, señor. No podemos brindarle información personal de nuestras pacientes.

Colgó. Se frotó el rostro con las dos manos, como si pudiera arrancarse el cansancio, la impotencia, el miedo.

En la mesa, una libreta de apuntes desordenada. Las hojas estaban arrugadas, manchadas de café, con anotaciones hechas a toda prisa, subrayadas, tachadas, corregidas:

"Hospital Sant Pau – descartado."

"Clínica Diagonal – embarazadas, pero no Clara."

"Hospital del Mar – seguir insistiendo."

La tinta empezaba a borrarse en algunos lugares. Como si incluso el papel estuviera cansado de él.

Se le caían los ojos, pero no dejaba de buscar. La espalda le dolía. El cuello le ardía. El cuerpo le pedía descanso, pero la mente no obedecía. No podía. No quería.

A veces se preguntaba si se estaba volviendo loco.

Otras veces, lo sabía con certeza.

Porque ¿quién busca a una mujer que quizás nunca existió? ¿Quién persigue un recuerdo que nadie más comparte? ¿Quién insiste en encontrar una hija que aún no ha nacido, pero que ya lo llamó “papá”?

Y sin embargo, cada vez que pensaba en rendirse, volvía a ver esa luz. Ese jardín. Ese guiño.

Y seguía.

A veces pensaba en decirle a alguien, pero... ¿cómo explicarle a alguien que había vivido una vida entera en otra dimensión, que había sido esposo, padre, y que lo único que quería ahora era encontrar a la mujer a la que le falló antes de aprender lo que era amar?

¿Cómo contar que una niña de diez años —que todavía ni había nacido— le había cambiado la vida?

No. Nadie entendería. Pero él no necesitaba que entendieran.

Solo necesitaba encontrarla.

Los días pasaban.

No regresaba al trabajo. No contestaba llamadas. Ni siquiera se molestaba en justificar su ausencia. Por primera vez en su vida, no le importaba nada de eso. Su única rutina era buscar.

Los días pasaban. O al menos eso decía el calendario, porque para Sebastián, el tiempo ya no tenía forma. No regresaba al trabajo. No contestaba llamadas. Ni siquiera se molestaba en justificar su ausencia. Por primera vez en su vida, no le importaba nada de eso.

Su única rutina era buscar.

Buscar nombres. Buscar clínicas. Buscar señales.

Buscar a Clara.

A veces soñaba con ella. No con la Clara que recordaba, sino con una versión nueva, más joven, más distante. A veces la veía embarazada, caminando por una calle que no reconocía. A veces la veía llorando. A veces no la veía en absoluto, solo sentía su ausencia como una punzada en el pecho.

Y cada mañana, al despertar, volvía a abrir el navegador.

Volvía a marcar números.

Volvía a escribir en la libreta.

Una tarde, volvió al barrio donde todo había empezado. Recorrió las calles de su antiguo edificio en Sants, caminó por la vereda con paso lento, como si eso pudiera devolverle algo. Levantó la vista hacia el balcón que había sido de Clara.

Nada. Solo plantas secas y una persiana baja.

Entró a una cafetería en la esquina. Recordaba que Clara solía pasar por allí con una bolsa de croissants.

—¿Conocía a una mujer llamada Clara? Venía embarazada —le preguntó a la camarera, con una urgencia apenas disimulada.

La chica lo miró de reojo.

—¿La que pedía cortado con leche de avena y croissant sin azúcar? ¿Pelo castaño, voz suave?

—¡Sí! —exclamó Sebastián, casi sin aliento.

La moza asintió con desgano.

—Sí, venía a veces. Creo que se mudó. Le hablaba de una tía que vivía en el norte… O en el sur, no sé. Algo de montaña.

—¿Dónde? ¿Recuerda algo más?

—No sé. Me suena que dijo algo como “Valle”... o “Pirineo”... o quizá era el sur, El Bolsón, o algo así. Me hablaba de árboles, de aire puro. ¿Qué sé yo?

Sebastián anotó cada palabra como si fueran diamantes.

Esa noche, volvió a su departamento. No comió. No durmió.

El aire estaba espeso, como si el silencio se hubiera acumulado en las esquinas. Encendió el portátil. La luz de la pantalla le quemó los ojos, pero no apartó la mirada.

Entró a una página de vuelos. Tecleó:




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