Papá de imprevisto

Lo que se elige con el alma

Sebastián apenas dormía, pero esa noche no cerró los ojos ni un segundo. No podía. La noticia de que Clara estaba por dar a luz lo tenía caminando en círculos por el departamento, como un león enjaulado. Cada paso era una pregunta sin respuesta. Cada vuelta, una súplica muda.

El amanecer lo encontró sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, una mochila medio hecha a su lado y un boleto de avión en el móvil. No tenía ropa adecuada para el frío del sur, ni abrigo, ni botas, ni nada que sugiriera preparación. Pero ¿qué importaba?

El vuelo a Bariloche salía a las ocho. De allí tomaría un autobús a El Bolsón. Aún no sabía dónde estaba exactamente Clara, solo que vivía en una cabaña que había sido de su abuela. En el mensaje, Mariela le había enviado un número de teléfono que supuestamente era de una vecina. Nada más. Ninguna dirección. Ninguna certeza.

Cuando subió al avión, no sintió emoción. Ni miedo. Ni ansiedad. Solo una calma tensa, como quien se lanza al mar y ya no teme ahogarse porque lo único que le importa es nadar hacia algo. O alguien.

Y él nadaba hacia Clara.

El paisaje patagónico lo golpeó en cuanto bajó del autobús.

Montañas cubiertas de nubes, aire limpio que dolía en los pulmones, árboles enormes como centinelas. Todo lo contrario al concreto ruidoso de Barcelona. Aquí, el silencio tenía peso. El mundo parecía más lento, más verdadero. Más parecido al que había perdido.

El conductor del autobús le indicó con un gesto seco hacia dónde estaba el centro. Sebastián caminó sin rumbo claro durante un rato, arrastrando la mochila como si cargara algo más que ropa. Hasta que encontró el único bar abierto a esa hora. Entró. El aire olía a café y madera húmeda. Se acercó a la barra.

—¿Conoce a una mujer que vive en una cabaña antigua, por aquí cerca? Se llama Clara Rivas. Está embarazada… muy embarazada.

El hombre, de barba blanca y voz grave, lo miró como si ya lo hubiese estado esperando.

—Clara… sí. Vive cerca del río, en una cabaña de madera. No recibe visitas. ¿Quién la busca?

Sebastián dudó un segundo. Luego dijo, simplemente:

—Alguien que la ama.

El hombre asintió. No hizo más preguntas. Le dio instrucciones confusas sobre un sendero, un cruce de caminos y un puente colgante. Sebastián le dio las gracias, compró una botella de agua, y salió.

El camino era empinado. La mochila pesaba cada vez más. Se le dormían los dedos del frío. Pero no se detuvo.

Cruzó el puente de madera y siguió el curso del río. Escuchó el canto de los pájaros, el crujir de las ramas, el zumbido del viento en los pinos. Sintió que algo dentro suyo se aflojaba. Como si su corazón estuviera volviendo a latir a otro ritmo.

Y entonces, la vio.

La cabaña.

Era pequeña, de troncos oscuros, con una chimenea de piedra humeando. A un costado, un pequeño jardín sin flores. Una bicicleta oxidada apoyada contra la pared. Una ropa tendida que no se movía.

Y en la puerta, Clara.

Con una manta sobre los hombros, la panza prominente, y la expresión dura.

Sebastián se detuvo en seco.

Ella también lo vio.

Pasaron unos segundos. Unos eternos segundos. Ninguno de los dos habló.

Hasta que él caminó hacia ella, despacio. Como quien se acerca a un animal herido.

—Clara —dijo, sin aliento.

Ella no respondió. No retrocedió. Pero tampoco sonrió.

—¿Cómo me encontraste?

—Me dijeron que estabas aquí. Que ibas a tener a la bebé pronto.

Ella bajó la mirada.

—¿Viniste a conocerla?

Él negó con la cabeza.

—Vine a estar con vos. Si me dejás. Vine porque… no puedo vivir sin vos.

Clara lo miró con ojos húmedos, pero endurecidos.

—No sabés lo que decís, Sebastián.

—Sí, lo sé. No sé explicarlo. No sé cómo hacerte entender… pero desde que te perdí, no tengo paz. Te fallé una vez, y me juré no volver a hacerlo. No otra vez.

Ella respiró hondo.

—¿Una vez? —repitió—. Nos conocimos hace unos meses. Te escapaste de mí cuando más te necesitaba.

—No fue solo eso. Hay tanto que no puedo decirte, Clara. Pero sí puedo decirte esto: te amo. Y si me dejás quedarme, si me dejás estar, aunque sea en silencio, aunque sea a unos metros, yo no me voy a ir.

El viento sopló fuerte. Unas hojas giraron entre ellos.

Clara se sostuvo la espalda, como si el peso le doliera.

—Estoy de ocho meses y medio, Sebastián. Ya no tengo fuerza para ilusionarme.

—No vengo a ilusionarte. Vengo a quedarme.

Ella lo observó durante unos segundos más. Luego se giró y abrió la puerta.

—Hay sopa. Si querés, podés quedarte a cenar.

Él no respondió. Solo entró.

Esa noche no durmieron juntos. Ella le dejó una manta y un colchón en el suelo del pequeño salón. Hablaron poco. Él la ayudó a preparar la cena. Lavó los platos. Se ofreció a cargar leña.

Y durante días fue así.

Clara apenas hablaba, pero tampoco lo echaba.

Sebastián le cocinaba, la acompañaba en sus caminatas cortas, le frotaba la espalda cuando el dolor la despertaba de madrugada. No pidió nada. No exigió nada.

Solo estaba.

Y cada tanto, cuando ella se quedaba dormida, él se quedaba viéndola. Tocándose el pecho como si allí estuviera la única brújula que reconocía ese mundo.

Una tarde, mientras ella leía en el porche, Sebastián se le acercó con una taza de té.

—Gracias —dijo Clara.

Él sonrió.

—¿Puedo preguntarte algo?

Ella asintió.

—¿Por qué no me echaste cuando llegué?

Clara bajó el libro.

—Porque, a pesar de todo… algo en mí esperaba que vinieras.

—¿Todavía me querés?

Ella no respondió enseguida. Luego murmuró:

—No sé si te quiero. Pero hay una parte de mí que… siente que ya te conocía antes de conocerte.

Sebastián cerró los ojos. Una lágrima le corrió por la mejilla.

—Yo también.

El invierno se acercaba. Las primeras nevadas pintaron de blanco los pinos y el tejado. Una noche, el cielo se despejó y las estrellas brillaron como nunca.




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