Papá de imprevisto

Hola pequeña

La primera contracción llegó de madrugada, como una ola inesperada que arrastra todo sin pedir permiso.

Clara se incorporó en la cama con un gemido suave, una mano en el vientre, la otra buscando apoyo en el borde del colchón. El fuego de la chimenea apenas resistía, lanzando chispas moribundas que iluminaban la penumbra con destellos breves, casi tímidos.

Sebastián dormía en el colchón frente a la estufa, arropado hasta la nariz, el cuerpo vencido por el cansancio. Pero apenas escuchó el sonido —ese suspiro contenido, ese temblor en la voz de Clara— se levantó de un salto, como si el cuerpo supiera antes que la mente lo que estaba por suceder.

—¿Clara? —susurró, ya sabiendo la respuesta.

Ella asintió con la mandíbula apretada.

—Empezó.

Él buscó con torpeza el abrigo, encendió la lámpara, fue a buscar agua caliente y toallas, y marcó el número de la vecina que Clara le había dado por si “algo pasaba antes de tiempo”.

Afuera, la noche era negra y silenciosa, como si el mundo hubiera decidido guardar respeto. Dentro, el universo se volvía pequeño y feroz, concentrado en el cuerpo de Clara, en cada espasmo que la doblaba, en cada respiración que parecía no alcanzar.

La partera llegó cuarenta minutos después, con una linterna ajustada a la frente, botas embarradas que dejaron huellas húmedas en el piso de madera, y una mochila que parecía pesar más por los años que por los instrumentos. Se llamaba Irene. Tenía manos ásperas, curtidas por el oficio, y una voz firme que no pedía permiso.

Saludó a Sebastián sin sorpresa, como si lo conociera de toda la vida, como si supiera que él estaría ahí, con los ojos abiertos de par en par y las manos inútiles. Le puso una mano en el hombro, breve, sin palabras, y luego se acercó a Clara con la gravedad de quien entra en un santuario.

—No estorbes, pero no desaparezcas —le dijo, sin mirarlo mucho.

Durante horas, el tiempo se suspendió. No había relojes, ni ventanas, ni mundo más allá del cuerpo de Clara, que se arqueaba y se abría como si la tierra misma la reclamara. Las contracciones se volvieron más intensas, más cercanas, más crueles. Clara jadeaba, sudaba, gritaba a veces, y otras se quedaba en silencio, con los ojos cerrados y los labios temblando, como si hablara con alguien que no estaba allí.

Y en cada momento, Sebastián estuvo ahí. Sosteniéndole la mano, aunque a veces ella se la apretaba con furia. Acariciándole el pelo, aunque el sudor lo empapaba. Diciéndole que podía. Que lo estaba haciendo bien. Que no estaba sola. Su voz era un hilo, a veces firme, a veces quebrado, pero siempre presente. No sabía si sus palabras servían de algo, pero las decía igual, como si al nombrar la esperanza pudiera sostenerla un poco más.

—¡No puedo más! —gritó ella, con lágrimas en los ojos.

—Sí puedes. Eres la mujer más valiente que conozco —dijo él, con la voz quebrada.

—¡Me duele todo!

—Ya casi, amor. Ya casi. Estamos contigo.

La palabra “amor” se le escapó sin permiso, como un susurro que no pidió entrada. Pero Clara no lo corrigió. No lo rechazó. Solo lo miró, y en medio del dolor, le apretó la mano como si necesitara anclarse a él para no naufragar. En ese gesto había algo más que gratitud — había reconocimiento, había historia, había un futuro que aún no sabían nombrar.

Y entonces, finalmente, la vida irrumpió con un llanto nuevo.

Agudo. Limpio. Eterno.

El sonido atravesó la habitación como una campana, como una grieta luminosa en la noche. La partera envolvió a la bebé en una manta de lana, con movimientos precisos, casi ceremoniales, y la puso sobre el pecho de Clara. Ella lloró sin contenerse, con la boca abierta y los ojos cerrados, como si el cuerpo necesitara vaciarse para poder recibir.

—Es ella —susurró.

Clara le acarició la mejilla con una mano trémula.

—¿Quieres tenerla tú un momento?

Él asintió. Irene le entregó el bultito, y cuando Sebastián miró esos ojos cerrados, esos puñitos apretados, esa boca minúscula, sintió que algo dentro suyo explotaba en mil pedazos.

No era solo un nacimiento. Era una segunda oportunidad. Un milagro.

—Hola —dijo, casi sin voz—. Hola, Anita.

Clara lo miró sorprendida.

—¿Cómo dijiste?

Él parpadeó.

—Anita.

—No te dije que quería ese nombre.

—Lo sé —dijo él, con una sonrisa húmeda—. Pero me salió solo.

Clara se quedó en silencio. Luego asintió.

—Yo también pensaba en ese nombre. Desde hace semanas. No sé por qué.

Él no respondió. Solo miró a la bebé, que ahora dormía tranquila en sus brazos, como si el mundo no pudiera tocarla.

Pasaron los días. La cabaña se llenó de silencios tibios, de llantos suaves, de canciones murmuradas al oído. Sebastián se encargaba de todo: cocinar, limpiar, encender el fuego, lavar la ropa. Clara apenas se levantaba. Anita dormía sobre su pecho, comía con avidez, y lo miraba con esos ojos aún indefinidos que parecían reconocerlo desde siempre.

Una noche, mientras Clara dormía profundamente con la bebé en brazos, Sebastián salió al porche. El cielo estaba limpio, repleto de estrellas. Se sentó en el escalón de madera, cubierto con una manta, y miró hacia el bosque.

Cerró los ojos.

Pensó en la otra Anita.

La niña que lo había traído hasta aquí. La que le puso tareas imposibles. La que lo transformó.

Pensó en su mundo, en la dimensión de la que venía. En todo lo que dejó atrás.

Y por primera vez, no sintió dolor al recordarlo. Solo gratitud.

Sabía que no podría volver. Que había cruzado un umbral invisible. Que se había quedado sin retorno.

Pero lo había hecho con los ojos abiertos.

Había elegido.

Y ahora, lo sabía con certeza: esa Anita, la de este mundo, era la misma que la otra. No en cuerpo, tal vez. Pero sí en alma. En propósito. En el lazo invisible que las unía.

Como si la vida le diera otra oportunidad de amar bien.




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