El invierno había dado paso a una primavera lenta, como si la montaña se desperezara a su propio ritmo.
La cabaña seguía en pie, como un corazón latiendo en medio del bosque. Sebastián había aprendido a cortar leña, a sembrar algunas hortalizas, a escuchar el canto de los pájaros como si fueran señales de algo sagrado. Clara reía más, dormía mejor, y cada tanto le robaba un beso con la misma naturalidad con la que Anita se llevaba flores a la boca para olerlas.
Anita.
Tenía casi un año. Caminaba a pasitos temblorosos, como si el mundo fuese un lugar demasiado nuevo y aún no estuviera del todo convencida de que podía sostenerla. Decía algunas palabras sueltas: “agua”, “pan”, “luz”. Y “mamá”, claro. Siempre con una sonrisa que derretía la nieve de cualquier corazón.
Pero todavía no había dicho “papá”.
Sebastián no se lo tomaba mal. No lo forzaba. Solo la miraba con una ternura tan profunda que dolía. A veces pensaba que ya no necesitaba que lo dijera. Que su forma de buscarlo con los brazos abiertos, de reírse con él cuando jugaban en la alfombra, era más poderosa que cualquier palabra.
Hasta que un día, lo dijo.
Fue una mañana templada. Clara estaba en el jardín, cortando hierbas para hacer té. Sebastián se había quedado dentro, recogiendo los juguetes del piso, cuando Anita, sentada entre peluches, lo miró con esos ojos oscuros e infinitos y dijo, con voz firme y clara:
—Hola, papá.
Él se quedó congelado. El corazón le dio un vuelco violento, como si se le hubiera salido del pecho.
—¿Qué dijiste? —susurró, con las manos aún llenas de piezas de madera.
Anita lo miró otra vez, con una sonrisa traviesa, y repitió:
—Hola, papá.
Y en ese instante, algo más ocurrió.
Una sensación. Una certeza.
No era solo su hija diciéndole una palabra mágica.
Era ella.
La otra Anita.
La niña que lo había acompañado. Que lo había desafiado. Que le había mostrado el amor cuando ya no creía en él.
Estaba ahí.
No como una aparición. No como un recuerdo.
Sino como una verdad.
Como si su alma hubiera cruzado dimensiones, tiempo, carne y memoria, solo para reencontrarlo. Para cumplir su promesa.
Él cayó de rodillas. Las piezas de juguete rodaron por el suelo. Anita se acercó tambaleante y le apoyó la frente en la suya, como había hecho tantas veces en ese otro mundo, en esa otra vida que ahora ya no parecía tan lejana.
—Hola, mi amor —dijo él, con los ojos llenos de lágrimas—. Hola, Anita.
Ella lo miró seria por un segundo. Luego se rió con esa risa de campana que él conocía tan bien.
Y Sebastián supo que no estaba loco.
Que no lo había soñado.
Que todo había sido real.
Que esa era la vida que ya había vivido, solo que entonces no había entendido nada. Solo ahora, con ella en brazos, con Clara cantando afuera, con el bosque respirando lento a su alrededor… ahora sí. Ahora entendía.
Lo que era el amor.
Lo que era quedarse.
Lo que era volver a nacer.
Y con la niña en su regazo, repitiendo “papá” entre risas, pensó en todas las tareas que aquella Anita le había impuesto. Pensó en cada una. En lo duras que fueron, en lo imposibles que parecían.
Y se dio cuenta de que ninguna había sido realmente una prueba.
Eran recordatorios. De quién podía ser. De a quién podía amar. De la vida que podía elegir.
Porque al final, no se trataba de regresar a su mundo.
Se trataba de quedarse en este.
Con ella. Con ellas. Para siempre.