Papá de imprevisto

La fiesta

Clara estaba en la cocina, revisando una lista en su teléfono. Sebastián entró buscando café, pero se detuvo al verla tan concentrada. No era una escena extraordinaria, pero había algo en su postura —la forma en que fruncía el ceño, el leve movimiento de sus labios mientras pensaba— que lo hizo quedarse quieto.

—¿Organizas algo? —preguntó, intentando sonar casual.

Ella levantó la vista, dudó un segundo, y luego asintió.

—Una reunión con gente del trabajo. El viernes. En casa.

Sebastián esperó. No sabía si debía ofrecerse, preguntar, retirarse.

—¿Quieres venir? —dijo Clara, sin adornos.

La pregunta lo tomó por sorpresa. No por el contenido, sino por el tono. No había entusiasmo. No había expectativa. Solo una invitación lanzada al aire, como quien cumple con un gesto que no sabe si quiere hacer.

—Claro —respondió él, demasiado rápido.

Clara volvió a mirar su teléfono.

—Va a ser algo simple. Unos tragos, música. Nada formal.

—Está bien.

Durante los dos días siguientes, Sebastián pensó en la fiesta más de lo que quiso admitir. No por los invitados. No por el evento. Por ella. Por cómo estaría. Por cómo se movería entre sus colegas. Por si lo miraría distinto. Por si lo ignoraría.

Llegó el viernes a la casa que iba todos los días, pensó, a la que no era suya realmente, porque esa no era su dimensión. Pero sí en la que quería quedarse para siempre.

Esa noche, sin embargo, algo era distinto.

La música suave que se filtraba por las ventanas. Las luces encendidas en todas las habitaciones. Voces que no reconocía. Y Clara, esperándolo en la puerta, con un vestido azul oscuro que le cortó el aliento.

No era solo hermosa. Era otra.

El cabello recogido con precisión, los labios apenas pintados, los ojos delineados con una firmeza que no solía usar. No era provocativa. Era serena. Elegante. Distante. Como si hubiera rehecho su piel para esa noche.

—Hola —dijo Clara, con una sonrisa que no era para él. Era la sonrisa que se usa con los invitados. Con los que no duelen. Con los que no importan demasiado.

—Hola —respondió él, sintiendo que el aire se le volvía más denso.

Entró despacio, como quien pisa un territorio que conoce pero que ha sido transformado. Reconocía cada rincón. El sofá donde los niños se tiraban a ver películas. La lámpara torcida que él nunca arregló. La cocina donde Clara preparaba café en silencio cuando estaban enojados. Todo estaba igual. Pero esa noche, todo era distinto.

Clara caminaba entre los invitados con una soltura que lo descolocaba. Reía con sus compañeros, servía copas, respondía preguntas con esa voz firme que usaba en reuniones. Sebastián la seguía con la mirada, sintiendo que algo se le deshacía por dentro. No era deseo. Era vértigo. Era miedo de que lo que habían recuperado en el picnic fuera solo un paréntesis.

La casa estaba llena de gente que él no conocía. Risas que no le pertenecían. Comentarios sobre proyectos, entregas, clientes. Él se movía entre ellos como quien camina por una ciudad que no entiende, tratando de parecer natural sin saber exactamente dónde poner los pies.

Pero cada vez que Clara pasaba cerca, cada vez que se inclinaba para servir una copa o reía con alguien, él sentía que el suelo se le movía.

Sebastián estaba junto a la mesa del comedor, fingiendo interés en una conversación sobre protocolos médicos que apenas comprendía. Su mirada se desviaba cada tanto hacia Clara, que se movía entre los invitados con una gracia que parecía ensayada. No para él. Para ellos.

Y entonces lo vio entrar.

Mateo.

Alto, seguro, con una camisa clara arremangada hasta los codos y una sonrisa que parecía hecha para gustar. Saludó a varios con palmadas en la espalda, con bromas rápidas, con esa familiaridad que solo se construye en pasillos de hospital, en guardias compartidas, en madrugadas donde el cansancio y la urgencia hacen que todo se diga sin filtros.

Clara lo vio y se acercó. No corrió. No se iluminó. Pero algo en su expresión cambió. Una suavidad en los ojos. Una forma distinta de inclinar la cabeza.

—¡Llegaste! —dijo ella, y le tocó el brazo al hablar.

Sebastián lo notó. No fue un gesto íntimo. Pero tampoco fue neutro.

Mateo le respondió con una sonrisa amplia.

—No podía faltar. ¿Cómo va todo?

—Bien. Justo estaba por abrir otra botella. ¿Quieres?

—Claro. ¿Me acompañas?

Clara asintió y caminaron juntos hacia la cocina. No se tocaban. No se miraban demasiado. Pero había algo en la forma en que se hablaban. En la naturalidad. En la complicidad que no se construye en fiestas, sino en salas de parto, en turnos de doce horas, en silencios compartidos después de noticias difíciles.

Sebastián los siguió con la mirada. No por celos. No aún. Era otra cosa. Una incomodidad que se instalaba en el pecho, como una presión leve. Como una pregunta sin respuesta.

La noche avanzó como una coreografía que Sebastián no entendía. Clara se movía entre los invitados con soltura, pero con Mateo era distinta. No había besos, ni caricias, ni gestos que pudieran señalarse como prueba. Pero sí había algo más sutil. Una dulzura en el tono. Una forma de reír que no usaba con los demás. Una atención constante, como si él fuera el centro de una órbita invisible.

Sebastián intentó acercarse varias veces. Comentó algo sobre los niños, sobre el vino, sobre el vestido. Clara respondía con frases cortas, amables, pero distraídas. Como si él estuviera ahí por cortesía, no por deseo.

La incomodidad se volvió enojo. No explosivo. No inmediato. Pero sí punzante. Y cuando la música bajó y la conversación se dispersó, Sebastián se acercó con la intención de decir algo. No sabía qué exactamente. Pero algo.

—Clara —dijo, con la voz más firme de lo que esperaba.

Ella giró hacia él, pero antes de que pudiera responder, su teléfono sonó. Lo miró. Frunció el ceño. Atendió.




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