Papá de imprevisto

El cumpleaños de Sebastián

La leche en el cereal se había vuelto tibia. Clara la revolvía sin mirar, distraída, mientras los niños discutían sobre si los dinosaurios celebrarían cumpleaños o simplemente rugirían más fuerte ese día.

—¿Y tú qué le vas a regalar? —preguntó Sofía, con la boca llena de pan tostado.

Clara parpadeó, como si la pregunta la hubiera sacado de un sueño.

—¿A quién?

—A Sebastián. Hoy cumple años, ¿no?

Mateo se inclinó sobre la mesa, conspirador.

—Podrías regalarle una espada. O una planta. O una espada que sea una planta.

—¿Una espada que florece? —dijo Anita, sin levantar la vista de su cuaderno—. Poético. Impráctico.

Clara sonrió, pero no respondió.
La cuchara seguía girando en el cuenco, como si buscara algo que no estaba ahí.

—No sé —dijo al fin, en voz baja—. No quiero regalarle algo que se sienta como una obligación. Ni algo que lo haga pensar que tiene que decir gracias.

—Entonces que no sepa que es un regalo —dijo Sofía, con la lógica de los ocho años—. Que piense que solo pasó.

Clara se quedó mirando su cereal.
Que piense que solo pasó.
Como si la ternura pudiera disfrazarse de accidente.

—¿Y si le hacemos algo juntos? —preguntó Mateo—. Como una canción. O una historia. O una caja con cosas que no sirven para nada pero que son bonitas.

Anita levantó la vista, curiosa.

—¿Como una caja de silencios?

—O de momentos que no se pueden guardar —agregó Clara, casi sin darse cuenta.

El desayuno se volvió una lluvia suave de ideas. Nada concreto. Solo palabras que flotaban entre tostadas y migas. Clara anotaba algunas en una servilleta, otras las dejaba pasar.
No era el qué. Era el cómo.
Cómo hacer que él sintiera que ese día tenía un lugar donde quedarse.

Y entonces, la puerta se abrió.

Sebastián entró con el cabello mojado por la llovizna, el bolso colgado al hombro, y esa expresión de quien no espera nada especial.

Todos hicieron silencio.

Y entonces, como si alguien hubiera apretado un botón invisible, Sofía se levantó de golpe.

—¡Feliz cumpleaños!

Mateo la siguió, gritando como si estuviera en un estadio.

—¡Feliz cumpleaños, papá!

Anita se levantó con menos entusiasmo pero con igual convicción, y Clara, sorprendida por el impulso colectivo, se puso de pie también, sonriendo sin saber cómo contenerlo.

Sebastián apenas tuvo tiempo de dejar el bolso en el suelo antes de que los tres niños se le lanzaran encima.
Primero Sofía, abrazándolo por la cintura.
Luego Mateo, que se colgó de su espalda como si fuera un koala.
Y finalmente Anita, que lo empujó sin querer mientras intentaba abrazarlo por el costado.

—¡Se va a caer! —gritó Clara, riendo.

Y se cayó.
Con todos encima.
Con risas, con gritos, con una tostada que voló por el aire y aterrizó en su zapato.

Sebastián quedó en el suelo, con los niños encima, mirando el techo como si no entendiera del todo qué acababa de pasar.

—¿Estás bien? —preguntó Clara, agachándose junto a él.

Él la miró.
Y por primera vez en ese día, sonrió como si algo se hubiera aflojado por dentro.

—Creo que sí. Aunque no sé si mi espalda opina lo mismo.

Sofía se acomodó sobre su pecho.

—Es parte del regalo. El dolor emocional viene después.

Sebastián seguía en el suelo, con los niños encima, cuando Clara se levantó despacio.
No quería romper el momento, pero tampoco dejar que se deshiciera en exceso.

—Está bien —dijo, con una sonrisa suave—. Pero ahora hay que moverse. Tienen escuela, y no podemos hacer que falten solo porque hoy es un día bonito.

Sofía protestó desde el pecho de Sebastián.

—¡Pero es su cumpleaños!

—Y por eso lo vamos a celebrar esta noche —respondió Clara, recogiendo una servilleta del suelo—. Todos juntos. Con cena, con lo que se nos ocurra. Pero ahora, mochila, zapatos, y a la puerta.

Mateo se deslizó como un gato, aún riendo.

—¿Él nos va a llevar?

Clara asintió, mirando a Sebastián con una mezcla de complicidad y ternura.

—Sí. Hoy tú los llevas. Es tu regalo de cumpleaños: veinte minutos de caos y preguntas existenciales en el asiento trasero.

Sebastián se incorporó, sacudiéndose las migas de pan del suéter.

—¿Y si me arrepiento?

—Ya es tarde —dijo Anita, entregándole su mochila como si fuera un contrato.

Clara se acercó, le acomodó el cuello de la camisa con un gesto casi invisible.

—En la noche, lo pasamos juntos. Tú, ellos, yo.

Sebastián sonrió. Era la primera vez en su vida que pasaba un cumpleaños junto a alguien. Siempre los pasaba solos, en su dimensión o en una fiesta con gente extrañas a quien no le importa él.

La casa estaba en calma. La luz de la tarde se filtraba por las cortinas, dorando los bordes de los muebles como si el día supiera que algo importante estaba por suceder.

Sebastián estaba sentado en el sofá, con las manos entrelazadas, mirando el suelo. No esperaba nada. No sabía si debía esperar algo. Solo sabía que el silencio se sentía distinto. Como si la casa respirara más lento.

La puerta se abrió.

Clara entró sin decir palabra. Llevaba el cabello recogido, la chaqueta aún puesta, y un sobre en la mano.
Sebastián se puso de pie, pero no se acercó.
Ella lo miró.
No con duda.
No con miedo.
Con una certeza tranquila.

—Antes de que digas algo —dijo Clara, con voz firme—, quiero darte tu regalo.

Sebastián frunció el ceño, confundido.

Ella levantó el sobre. Lo abrió.
Sacó los papeles.
Los del divorcio.
Los que habían estado guardados, esperando una firma que nunca llegó.

Y sin ceremonia, sin dramatismo, los rompió.
Uno por uno.
Frente a él.

El sonido del papel desgarrándose fue lo único que se escuchó.
Y luego, el silencio.

—Ya puedes volver a casa —dijo Clara, con los ojos brillando, pero sin lágrimas—.
Ya puedes volver a mí.




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