Había decidido aprovechar la mañana para hacer las compras semanales. Con los gemelos, bien abrigados y colocados en su cochecito doble, se dirigió al supermercado local. Había hecho una lista detallada de todo lo que necesitaba, desde alimentos hasta artículos de cuidado personal, y estaba decidida a completar la tarea sin contratiempos.
Al entrar al supermercado, una ráfaga de aire cálido la recibió, un contraste bienvenido con el frío del exterior. Las puertas automáticas se abrieron ante ellos, y el sonido de los altavoces anunciando las ofertas del día se mezclaba con el suave murmullo de las conversaciones de los clientes. Ethan, con su juguete mordedor en la mano, estaba concentrado en rascarse las encías, mientras que Emma, siempre la más curiosa, se entretenía con un pequeño llavero brillante que su madre le había dado para que se mantuviera ocupada.
—Bien, pequeños, ¡vamos a hacer esto rápido! —les dijo su madre con una sonrisa, sabiendo que, aunque sus hijos eran buenos en público, las compras podían ser una aventura impredecible.
Empujó el cochecito con una mano mientras con la otra sostenía su lista de compras. Decidida a seguir un plan, comenzó por la sección de frutas y verduras. Eligió con cuidado unas manzanas, asegurándose de que estuvieran firmes y brillantes, antes de pasar a los plátanos, zanahorias y espinacas. Cada vez que colocaba algo en el carrito, echaba un vistazo a los gemelos para asegurarse de que estuvieran bien.
—¿Qué opinas, Ethan? ¿Manzanas rojas o verdes? —preguntó, aunque sabía que él no tenía preferencia alguna. El pequeño la miró un momento antes de volver a concentrarse en su juguete mordedor.
—Verde, entonces —dijo, decidiendo por ambos.
Emma, por otro lado, estaba más interesada en la gente que pasaba a su alrededor. Sus ojos grandes y brillantes seguían cada movimiento, y de vez en cuando, soltaba una risita al ver algo que le llamaba la atención.
Sonrió ante la reacción de su hija, sintiendo una oleada de ternura que siempre la inundaba cuando veía a sus hijos felices. Era el segundo día de Ethan sin fiebre y mañana por fin verían al especialista. Estaba más aliviada por eso, aunque aquello significaría volver a ver a Christopher.
Comenzaba a sentirse satisfecha de que, por una vez, las cosas parecían ir sobre ruedas.
Hasta que, por supuesto, no fue así.
Mientras revisaba rápidamente su lista para asegurarse de no olvidar nada, se distrajo por un momento y chocó con alguien al doblar una esquina. El impacto fue suave, pero suficiente para que lo que la persona llevaba en la mano cayera al suelo.
—¡Oh, lo siento mucho! —exclamó, sintiendo cómo el calor subía a sus mejillas al darse cuenta de su descuido.
Inmediatamente se inclinó para ayudar a recoger lo que había caído, pero antes de que pudiera tocarlo, una voz profunda y calmada la detuvo.
—No te preocupes, no ha sido nada —dijo el hombre, con una sonrisa tranquila.
Savanna levantó la vista, encontrándose con un par de ojos oscuros y una sonrisa que irradiaba una calidez inesperada. El hombre era alto, muy alto, con un cuerpo musculoso que no dejaba lugar a dudas de que se mantenía en forma. Su cabello oscuro estaba perfectamente peinado, y aunque su apariencia podría haber sido intimidante, su actitud era relajada y amable.
—De verdad, lo siento mucho —repitió ella, notando que su voz temblaba ligeramente, tanto por la sorpresa como por la vergüenza—. No estaba prestando atención.
—No pasa nada —insistió él, mientras recogía lo que había caído—. Estos pasillos son un poco estrechos, ¿no?
Ella soltó una risa nerviosa, agradecida por su comprensión, pero también notando algo que no había sentido en mucho tiempo: la calidez en sus mejillas y una sensación de timidez que la sorprendió. Por primera vez desde Christopher, se sentía extrañamente afectada por la presencia de un hombre.
—Sí, lo son —dijo, aún sonrojada.
El hombre la observó por un momento más, claramente fascinado por su belleza natural. Había algo en ella que lo hizo detenerse, una especie de energía que irradiaba ternura y bondad. Pero también vio la inquietud en sus ojos, la misma que había visto en su hermana mayor cuando estaba abrumada cuidando a sus hijos pequeños.
—¿Son tus hijos? —preguntó, señalando a los gemelos en el cochecito.
La rubia asintió, aún sintiéndose un poco avergonzada por toda la situación, pero también sintiendo un latido acelerado en su pecho.
—Sí, ellos son Ethan y Emma —dijo, su voz llenándose de amor al mencionarlos.
El hombre sonrió, acercándose un poco más para ver a los pequeños. Emma, siempre la más sociable, le devolvió la sonrisa y agitó el llavero brillante que tenía en la mano.
—Hola, Emma —saludó el hombre, su tono amigable—. Y hola a ti también, Ethan.
Ethan, como era de esperarse, estaba más concentrado en su juguete mordedor, pero Savanna notó que alzó la vista brevemente.
—Son preciosos —dijo el hombre, volviendo a mirarla —. Debes estar muy ocupada con dos a la vez.
—Lo estoy —admitió ella con una sonrisa—, pero es el tipo de ocupación que disfruto.
— Tu esposo debe estar orgulloso — comenta, queriendo saber, ya que ella no lleva sortija de matrimonio.
— Estoy divorciada — comenta con un poco desconcertada.
El hombre asintió, visiblemente impresionado por su respuesta, no podía dejar de notar lo hermosa que era, con su cabello dorado y sus mejillas aún sonrojadas.
—Soy Max, por cierto —se presentó finalmente, extendiendo la mano.
—Savanna —respondió ella, tomando su mano en un apretón firme pero breve—. Encantada de conocerte, Max. Y de nuevo, lamento haber chocado contigo.
—No te preocupes más por eso —respondió él, restándole importancia—. Ha sido un placer.
Durante un momento, se quedaron en silencio, ambos un poco incómodos, pero también algo intrigados el uno por el otro. Max finalmente rompió el silencio, aunque en su mente ya había decidido que quería saber más de esa mujer que lo había impresionado tan rápidamente.