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El suave pitido de las máquinas y el olor a desinfectante fueron lo primero que percibió Kathleen Sullivan al abrir lentamente los ojos. Un collar ortopédico rígido le sujetaba el cuello, impidiéndole moverse con facilidad. Parpadeó varias veces, intentando ajustar su visión borrosa. Al reconocer el entorno blanco y clínico, supo que estaba en el hospital. El pánico comenzó a apoderarse de ella.
«¿Dónde están mis hijos?», pensó con angustia. A su lado, sobre una mesa, estaba su bolso. Con gran esfuerzo, estiró la mano y lo alcanzó. Abrió el bolso apresuradamente y sacó su vestido, perfectamente doblado.
Mientras se cambiaba, murmuraba para sí misma: —Tengo que llamar a Jackson. Los mellizos están solos. ¡Dios mío! ¿Dónde está mi teléfono?
Encontró su celular en el fondo del bolso, pero, para su desesperación, no tenía batería. Miró alrededor frenéticamente y vio el teléfono de la habitación sobre una mesita de noche. Justo cuando estaba a punto de levantar el auricular, la puerta se abrió de golpe.
—¡Mami, estás despierta! —gritó Rhett, corriendo hacia ella. Kathleen sintió un alivio inmenso al ver a su hijo, y con lágrimas en los ojos, se inclinó para darles un abrazo y besarlos repetidamente.
—¿Están bien? ¿Están los dos bien? —preguntó, su voz llena de preocupación y amor maternal.
—Sí, mami, estamos bien —respondieron al unísono.
Reesy, siempre la más traviesa y directa, no pudo contener su entusiasmo.
—¡Mami, ¿adivina qué hicimos mientras estuviste dormida?!
Kathleen, aún confundida y preocupada, preguntó: —¿Cuánto tiempo estuve dormida?
—Tres días, mami —respondió Rhett, con su tono serio y preciso, mientras se ajustaba sus lentes.
—Oh, por Dios, ¡el restaurante! —exclamó, recordando su negocio y temiendo lo peor. No podía permitirse perder su sustento.
Su hija, como siempre con el flequillo despeinado, la detuvo, jalando suavemente el borde de su vestido.
—¡Mami, adivina qué hicimos mientras estuviste dormida! —insistió nuevamente como cotorra.
Con una mezcla de curiosidad y miedo, su madre preguntó: —¿Qué hicieron? ¿Quemaron la casa? —buscó su libreta de apuntes mientras los pequeños la seguían.
—¡No! —respondieron los niños indignados.
—¿Ahogaron al perro?
—¡Nooooooo! —respondieron con los ojos abiertos de par en par. Su mamá estaba bien loca.
—¿Los arrestó la policía?
Reesy, haciendo una "o" con la boca, respondió: —Mami, no estamos tan locos.
—Tampoco somos tan traviesos, mamá —agregó Rhett.
Kathleen se rió.
—¿No son traviesos? ¿Qué hicieron la última vez que se me escaparon?
—Solo le pusimos pintura roja a la piscina del señor Flanders —se defendió el niño, guiado por su lógica de suficiencia.
—¿Ajá? ¿Y qué me dices del perro que flotaba en la piscina? ¡El señor Flanders pensó que ustedes habían desvivido al perro!
—Mami, no es nuestra culpa que el perro haya querido darse un baño en ese momento —replicó la niña, haciéndose a un lado el flequillo con inocencia.
La madre, exaltada, les gritó: —¡Aquello parecía la escena de un crimen!
—Sí, pero lo hicimos ver más macabro que esos documentales de gente desvivida que ves de noche porque eres una solterona y no sales a citas —estableció su arrogante pequeño alzando la ceja en desafío.
Ahora no solo tenía los reproches de su madre, sus amigas y la sociedad por ser una solterona. Ahora también tenía que aguantarse los reproches de los mocosos a los que parió con tanto dolor, porque joder cómo le dolió pujarlos. El parto fue una antesala de lo que serían esos pequeños diablillos.
—¡Rhett, yo no soy una solterona! —se quejó.
—No, todavía no lo eres, mamá —se ajusta las gafas y la mira directo a los ojos—. Te falta la manada de gatos para que te den la condecoración a solterona del año.
—¡Pequeño diablillo! —gritó Kathleen, escandalizada, justo cuando Reesy interrumpió.
—¡Mami, no me has dejado hablar!
—Perdón, hija, dime qué hicieron mientras dormía —dijo, tratando de calmarse.
Antes de que la niña pudiera responder, un grupo de guardaespaldas entró en la habitación. Ella los miró boquiabierta, sin entender qué estaba pasando.
—¿Qué rayos...? —comenzó a decir, pero su voz se apagó cuando vio al hombre que seguía a los guardaespaldas. Alto, vestido de negro y con una presencia imponente, el hombre fumaba un habano con una elegancia intimidante.
La pequeña, con una sonrisa enorme, tiró del vestido de su madre y anunció con júbilo:
—¡Mami, mientras dormías encontramos a papá!
La madre de los diablillos sintió que el aire abandonaba sus pulmones. La visión de aquel hombre y las palabras de su hija la dejaron sin aliento.
— ¿Y adivina qué, mami? —añadió el siempre calmado Rhett.
—¿Qué? —preguntó la pobre mujer, casi atragantándose con la anticipación.
Reesy, incapaz de contenerse, chilló con alegría:
—¡Papá es un mafioso!
La habitación se llenó de un silencio electrizante. Kathleen miró al hombre que estaba frente a ella, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. El hombre, con una sonrisa enigmática, exhaló una nube de humo y la observó en silencio antes de hablar.
—Finalmente te encontré, mia piccola bella —dijo Lorenzo Vitale, su voz profunda resonando en la habitación—. Por fin te encontré, mi esposita hermosa...
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Editado: 30.10.2024