Isabel
El silencio era lo más pesado. Después de las lágrimas, después de los arrullos de consuelo y del trajín de los trámites, siempre llegaba el silencio. Y en ese vacío sonoro, el eco de su risa resonaba como un fantasma, un recordatorio cruel de todo lo que había perdido. Isabel Fuente recorría los pasillos de la casa que una vez fue un hogar, y ahora solo era un refugio contra el dolor. Cada juguete en el suelo, cada foto en la pared, era una punzada en el costado.
En la habitación de al lado, Sofia dormía. Su hija, su razón para respirar, su pequeña y frágil ancla en un mar de incertidumbre. Ser madre y padre a la vez era una batalla diaria librada en dos frentes: el del agotamiento físico, lidiando con un trabajo a tiempo completo que apenas les alcanzaba, y el de la angustia mental, la constante preocupación de no ser suficiente. ¿Estaría comiendo bien? ¿Estaría feliz? ¿Llevaría la ausencia de su padre como una herida para siempre? Esa noche, como muchas otras, el miedo era una compañía más tangible que el recuerdo de su esposo.
Sofia
Para Sofia, de ocho años, el mundo había perdido su color principal. Su papá se había ido, y con él, la seguridad, las cosquillas antes de dormir, la voz grave que narraba cuentos de dragones y princesas valientes. Su mamá intentaba llenar ese vacío, pero Sofia veía las sombras bajo sus ojos, la sonrisa que no llegaba hasta ellos. En el colegio, sus amigas hablaban de sus padres, de los paseos en bicicleta, de los brazos fuertes que las alzaban en alto. Y ella anhelaba. Anhelaba con una fuerza que le dolía en el pecho.
Una tarde, viendo una película, una niña enviaba una carta en una botella al mar pidiendo un deseo. La idea se le quedó grabada, una semilla de esperanza en su corazón infantil. No tenía una botella, ni un mar cerca. Pero tenía un lápiz de color rosa, una hoja de cuaderno y la dirección de un señor en Italia que una vez fue amigo de su papá, una dirección que encontró hurgando en una vieja caja de recuerdos. Con una caligrafía torpe y llena de fe, se sentó en el suelo de su habitación y puso en palabras su mayor deseo.
“Querido señor Vittorio:
Yo soy Sofia. Mi papá se fue al cielo y mi mamá está muy triste. Yo también. En el cole todos tienen papá y yo no. ¿Usted podría ser mi papá? Mi mamá es muy bonita y cocina muy rico. Prometo que seremos una buena familia. Con amor, Sofia.”
Dobló la hoja con cuidado, la guardó en un sobre y, a escondidas de su madre, la dejó en el buzón. Su sueño ya navegaba hacia un destino lejano.
Vittorio
En la Toscana, la vida de Vittorio DiNapoli transcurría entre la piedra antigua de su villa y el silencio elegante de sus salones. La riqueza le había dado comodidad, pero no calidez. Su mundo se reducía a dos espacios: su oficina, donde dirigía su imperio con frialdad eficiente, y la habitación de su madre, donde la enfermedad tejía sus días lentos y grises. Años atrás, había enterrado sus sueños de una familia propia, convencido de que su rol era ser el bastón de sus padres hasta el final. Ahora, con su madre como último lazo, la soledad no era una elección, sino su paisaje natural.
La muerte de su madre, aunque esperada, fue el golpe final. La dejó ir en paz, pero la villa se volvió más grande, más vacía. El eco de sus pasos en los pasillos era el sonido de su propia condena. Fue en medio de ese duelo silencioso, mientras ordenaba papeles, cuando encontró el sobre. La caligrafía infantil le resultó extraña. Al abrirlo, las palabras simples y sinceras de Sofia le atravesaron el pecho como un dardo.
La carta se convirtió en un artefacto de una humanidad que creía perdida. La releía una y otra vez, cada palabra "triste", "papá", "familia", resonando en su interior con una fuerza devastadora. Esa niña, en su inocencia, le estaba tendiendo la mano a través de un océano de dolor. Y de repente, en la inmensidad de su soledad, Vittorio encontró una dirección. Un propósito.
No fue una decisión consciente, sino un impulso del alma. Esa carta era el mapa de un tesoro que no sabía que buscaba. Con una determinación que no sentía desde hacía una década, empezó a hacer las maletas. No viajaba hacia Estados Unidos, viajaba hacia la posibilidad de que su corazón, tan bien guardado, pudiera volver a latir con un sentido nuevo.
Dos vidas fracturadas por la pérdida, unidas por la fe de una niña en un pedazo de papel. El escenario estaba listo para que llegara, de la manera más inesperada, un papá por correspondencia.
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Editado: 16.10.2025