Un mes había pasado desde que la tierra se tragó los restos de Carlos Fuente. Un mes en el que la casa, antaño llena de risas y de la música que a él tanto le gustaba, se había convertido en una cámara de ecos vacíos. El tiempo, que antes volaba en compañía, ahora se arrastraba con el peso pesado del plomo sobre los hombros de Isabel.
Cada mañana, al despertar, durante un brevísimo instante de traición, el olvido la envolvía en una paz ficticia. Luego, la memoria golpeaba como un martillazo en el pecho, recordándole el vacío en la cama a su lado. La almohada de Carlos aún conservaba un tenue rastro de su colonia, un fantasma olfativo que tanto la consolaba como la torturaba.
Sofía, con la resiliencia brutal de la infancia, había empezado a hacer preguntas más difíciles.
—Mamá, ¿Papá se enfadó con nosotros? ¿Por qué no vuelve?
—Isabel, con la garganta cerrada por un nudo de dolor, buscaba las palabras en el manual de viudez que nadie le había dado.
—No, mi amor. Papá te adoraba. Estaba… muy, muy enfermo. Tan enfermo que los médicos no pudieron curarlo. Ahora vive en las estrellas, y nos cuida desde allí.
—¿Puedo mandarle un mensaje con mi cohete de juguete? —preguntó la niña, sus ojos grandes llenos de una lógica aplastante.
Isabel la abrazó con fuerza,ahogando un sollozo contra su suave cabello.
—Sí, cariño. Él siempre va a escucharte.
Pero Isabel no podía escuchar nada. Solo un silencio ensordecedor. El negocio de importaciones que Carlos había levantado desde cero, "Fuente Global", empezaba a resentirse. Las llamadas de sus socios, primero condolientes, se volvieron insistentes, luego preocupadas. Había reuniones pospuestas, contratos que requerían su firma, decisiones financieras críticas que se estancaban en su escritorio, sepultadas bajo una capa de apatía y pena.
Clara se había convertido en el pilar tangible de aquel hogar deshecho. No solo cuidaba de Sofía, sino que cocinaba, limpiaba y forcejeaba con Isabel para que, al menos, se cambiara de ropa y comiera algo. Una tarde, encontró a Isabel sentada en el suelo del estudio de Carlos, rodeada de fotografías, un whisky de su difunto esposo, intacto, en la mano.
—Señora Isabel—dijo Clara con suavidad, arrodillándose a su lado—. No puede seguir así. Él no lo habría querido.
—¿Y tú cómo sabes lo que él habría querido?—espetó Isabel, con una amargura que ni ella misma reconocía—. Me dejó. Me dejó con todo este… desastre. Con esta empresa que no entiendo, con deudas que no sabía que teníamos… —Su voz se quebró. La ira era un refugio temporal, menos doloroso que la desesperanza.
—Lo sé —respondió Clara, tomándole la mano— Porque me contaba, con esos ojos que se le iluminaban, lo mucho que luchó por darles este futuro a usted y a Sofía. Usted no es la única que ha perdido algo. Esa niña de ahí fuera ha perdido a su padre. Y ahora necesita a su madre más que nunca.
Fue la mención de Sofía lo que atravesó la armadura de su dolor. Esa noche, después de acostar a su hija, Isabel no se encerró en su habitación. Con un temor férreo, empujó la puerta del estudio. El aroma a cuero y madera de cedro la envolvió, un perfume que era pura esencia de Carlos. Se sentó en su silla de escritorio, sintiéndose una intrusa.
Abrió el primer cajón. En lugar de los fríos documentos que esperaba, sus dedos tocaron el cuero de un diario. Lo abrió con manos temblorosas. La letra de Carlos, firme y segura, llenaba las páginas. No eran solo anotaciones de negocios. Había reflexiones, sueños.
"Hoy Isabel me miró con esa sonrisa que me desarma. Ojalá merecerla siempre." "Sofía dijo papá por primera vez. Creo que mi corazón se detuvo." Y luego, en una entrada más reciente, unas palabras que le helaron la sangre: "Los mareos son más frecuentes. El médico insiste en decirle a Isabel. Pero no puedo. No quiero que viva con miedo. Prefiero que cada día sea perfecto, hasta el último."
Un grito ahogado escapó de sus labios. No fue un infarto casual. Fue una condición silenciosa que él había ocultado por amor. Una elección que ahora le parecía un egoísmo insoportable. La rabia y la devoción lucharon dentro de ella, creando una tormenta perfecta de emociones contradictorias.
Al día siguiente, con los ojos hinchados pero con una determinación recién encontrada, Isabel llamó a la oficina. Pidió todos los documentos pendientes. La secretaria de Carlos, sorprendida, accedió de inmediato.
Mientras revisaba una carpeta llena de cifras y términos legales que le resultaban ajenos, su teléfono vibró. Era un número desconocido.
—¿Bueno?—contestó, con voz aún ronca.
—¿Señora Isabel Fuente?—preguntó una voz masculina, grave y profesional.
—Sí, ¿quién habla?
—Soy el detective Rafael Márquez,de la Policía Nacional. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre la noche del fallecimiento de su esposo, Carlos Fuente. ¿Podría pasarse por la comisaría cuando le venga bien?
La línea se cortó. Isabel dejó el teléfono sobre la mesa, el eco de esas palabras resonando en el silencio ahora cargado de un nuevo y ominoso significado. La lluvia, que había sido el telón de fondo de su tragedia, parecía haber lavado algo a la luz. Y las preguntas, que creía enterradas con su esposo, acababan de ser desenterradas.
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Editado: 16.10.2025