Papá por Correspondencia

Capítulo 6

El sol de la Toscana intentaba colarse por los gruesos cortinajes, pero el estudio de Vittorio DiNapoli permanecía en una penumbra intencionada. Él estaba de pie junto a su imponente escritorio de caoba, manipulando con dedos tensos el borde del sobre arrugado. Alfredo, el mayordomo, permanecía en el umbral, con la postura de quien ha visto a su señor tomar decisiones de miles de millones de euros y sabe que el silencio a veces vale más que cualquier consejo.

Vittorio se giró por fin, sus ojos, habitualmente fríos y enfocados, ahora con un brillo incierto.

—Alfredo —dijo, su voz resonando en el vasto silencio de la habitación—, necesito que me digas honestamente. ¿Qué pensarías de un hombre que, a sus cuarenta años, decide cruzar el océano por una carta?

Alfredo se permitió un paso cauteloso hacia el interior del estudio. Su expresión era la de una esfinge.

—Depende de la carta, señor. Si es un contrato, diría que es un hombre de negocios diligente. Si es una citación judicial, diría que está afrontando sus problemas. Si es de una niña…

Vittorio frunció el ceño, apretando el sobre.

—Es de una niña que no conozco. Que está en la otra punta del mundo. Una niña que pregunta si yo podría ser su padre.

El mayordomo no pestañeó.

—Pregunta, señor. No lo afirma. Hay una diferencia crucial. ¿Y qué le ha respondido su instinto a esa pregunta?

Vittorio soltó un suspiro, el sonido áspero en el aire estático. Se acercó a la ventana, echando a un lado el pesado terciopelo.

—Mi instinto me dice que es una locura, Alfredo. Una pérdida de tiempo que debería estar invirtiendo en asegurar los activos que mi madre me confió. Mi mente de empresario me grita que es una estafa o, en el mejor de los casos, un error postal monumental.

—¿Y su corazón, señor? —preguntó Alfredo con una suavidad inesperada.

Vittorio se giró de golpe, como si la pregunta le hubiese golpeado en el pecho.

—Mi corazón… mi corazón no es relevante para mis negocios.

—Su corazón es el único activo que no ha querido asegurar en toda su vida, señor. Su madre lo sabía —el mayordomo mantuvo su mirada. —No se trata de negocios. Se trata de necesidad. ¿Necesita esa niña una respuesta? Sí. Y, lo que es más importante, ¿necesita usted ir a dársela?

Vittorio se acercó al escritorio, tomó el billete de avión a Nueva York que ya había impreso y lo deslizó con el sobre por la superficie pulida.

—Si esto fuera una reunión de la junta, te despediría por insubordinación —dijo con una sonrisa lánguida.

—Y si esto fuera una reunión de la junta, yo le recordaría que un imperio sin un heredero que lo valore, no es más que una pila de ladrillos caros. El valor es algo que se enseña, no algo que se hereda —replicó Alfredo con calma—. ¿Qué le dirá a esa niña, señor?

Vittorio recogió el billete y lo dobló en el bolsillo interior de su blazer.

—Le diré la verdad. Que su carta ha llegado a un hombre que no sabía que estaba esperando algo así. Que no soy su padre. Pero que, quizás, puedo ser un hombre que le preste atención a esa pregunta.

—Una respuesta honorable —asintió Alfredo. —Dígame qué debo hacer con la villa mientras está fuera. ¿Quiere que lo acompañe?

—Quédese. Alguien tiene que mantener la cordura en el continente —Vittorio se dirigió hacia la puerta, deteniéndose justo antes de cruzar el umbral. —Necesito que me reserves un coche privado en el aeropuerto de Nueva York. Algo discreto. Y un hotel.

—¿Nombre de la reserva? —preguntó Alfredo, sacando su tablet.

Vittorio dudó un instante. Era la primera vez en años que consideraba ser algo más que el magnate DiNapoli.

—Reserven como… Vittorio Rossi. El señor Rossi estará visitando la ciudad.

—El señor Rossi —repitió Alfredo con una leve inclinación. —Le deseo un viaje tranquilo y, sobre todo, revelador.

Vittorio asintió, sintiendo una ligereza en el pecho que hacía mucho tiempo no experimentaba.

—Espero que tengas razón, Alfredo. Espero que por una vez en mi vida, no esté yendo tras un negocio, sino tras algo que… importe.

Cruzó la puerta. Alfredo, sin moverse, esperó unos segundos antes de cerrar.

—Siempre importa, señor —susurró para sí mismo. —Siempre importa.

En algún suburbio de Nueva York, en el apartamento de Isabel.

Isabel se despertó con el corazón galopando, la almohada húmeda bajo su cara. Se incorporó en la cama, la luz de la calle filtrándose por el borde de las persianas. Eran las tres de la madrugada. El insomnio, su compañero fiel desde hacía cuatro años. Se levantó con un suspiro y fue directamente a la cocina por un vaso de agua. Al pasar por la habitación de Sofía, la escuchó hablar entre sueños.

Isabel abrió la puerta con cautela. Sofía estaba acurrucada, pero su voz era audible.

—No te vayas, Papi… —murmuró.

Isabel se acercó, el corazón encogido por el dolor y la impotencia. Se arrodilló junto a la cama.

—Shhh, mi amor. Es solo un sueño —le acarició el cabello.




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