Papá por Correspondencia

Capítulo 8

La suite presidencial del hotel The Mark era un monumento al lujo discreto. Pisos de mármol, muebles de líneas puras y una vista panorámica de Central Park que parecía un cuadro vivo. Pero para Vittorio, aquella noche, era una celda acolchada. La ansiedad que había sentido en el avión se había transformado en una urgencia febril. Había desechado la chaqueta y la corbata, y las mangas de su camisa blanca estaban arremangadas hasta los codos, revelando el tenue temblor de sus manos.

No podía sacarse de la cabeza la imagen de aquella huella digital en el buzón. Era un detalle minúsculo, insignificante para cualquier otro, pero para él era la evidencia tangible de una fe conmovedora. La fe de una niña que creía que un trozo de papel podía cambiar su mundo.

Su teléfono seguro, colocado sobre la mesa de centro de ébano, vibró con una suavidad ominosa. Era Marco. Vittorio lo conectó al sistema de audio de la suite, y la voz meticulosa de su asistente llenó la habitación.

—Signore, tengo las grabaciones. Fue más sencillo de lo esperado. El sistema de reconocimiento facial ya había etiquetado el evento como actividad inusual.

Vittorio contuvo la respiración.

—Ponlas.

La pantalla plana de la pared se encendió, mostrando la grabación en alta definición de la cámara de seguridad. La imagen era estática, la tranquila calle arbolada de Forest Hills bajo la luz tenue del atardecer. Luego, aparecieron ellas. Una mujer joven, con el cabello castaño recogido en un moño desordenado, y una niña pequeña de la que solo se veía una chaqueta rosa y una melena oscura y rebelde. La mujer, Isabel, sin duda, miraba a su alrededor con una nerviosidad palpable, incluso en la distancia pixelada. Pero era la niña, Sofía, quien capturó toda la atención de Vittorio.

Con una determinación que le quitó el aliento, la pequeña se separó de su madre y corrió hacia el buzón. La cámara, situada en un ángulo perfecto, capturó su rostro con una claridad cristalina mientras se ponía de puntillas. Tenía los ojos grandes y oscuros, llenos de una esperanza tan pura y fragante que a Vittorio le dolió el pecho. Vio cómo deslizaba el sobre, cómo su carita se iluminaba con una sonrisa de misión cumplida, y cómo volvía corriendo hacia su madre, cuya expresión era una máscara de pánico y resignación.

—Pausa —ordenó Vittorio, su voz ronca.

La imagen se congeló en el rostro de Sofía, ampliado hasta llenar la pantalla. Vittorio se acercó, estudiando cada rasgo. La forma de sus ojos, la curva de su nariz, el hoyuelo en su barbilla. Buscaba algo, un eco, un fantasma familiar. No lo encontró, y sin embargo, algo en esa cara le resultaba profundamente conmovedor.

—Marco —dijo, sin apartar la vista de la pantalla. —Necesito todo lo que puedas encontrar sobre ellas. Quiero discreción absoluta.

—Comprendido, Signore Rossi.

La línea se cortó. Vittorio se dejó caer en un sofá de cuero, la imagen de Sofía aún ardiendo en su retina. "Rossi". El nombre ya no se sentía como un disfraz, sino como una responsabilidad. ¿Qué estaba haciendo? ¿Investigar a una madre soltera y a su hija como si fueran una empresa rival a la que absorber? La culpa, un sentimiento que rara vez visitaba sus aposentos, se instaló en él. Pero era más fuerte la necesidad de saber, de entender la historia detrás de esa carta. De protegerse, se mintió a sí mismo. De entender en qué se estaba metiendo.

Mientras tanto, en la pequeña casa de Isabel, la tranquilidad era una fina capa de hielo sobre un lago de ansiedad. Isabel intentaba seguir con la rutina: trabajo, supermercado, cocina, baño para Sofía. Pero cada sonido inusual, cada coche desconocido que pasaba lentamente por su calle, le hacía saltar el corazón. La imagen del monitor de seguridad en la casa de Forest Hills no la abandonaba.

Esa noche, después de acostar a Sofía, se sentó frente a su viejo ordenador portátil. La pantalla iluminó su rostro, marcado por el cansancio. Un impulso irrefrenable la llevó a teclear en el buscador: Vittorio Rossi Forest Hills NY.qp

Los resultados fueron escasos y decepcionantes. Un par de registros de propiedades a nombre de un holding empresarial opaco, ningún perfil en redes sociales, ninguna imagen. Era un fantasma. Para alguien como Isabel, acostumbrada a un mundo donde todo el mundo dejaba una huella digital, aquella falta de información era, en sí misma, una información aterradora. Un hombre tan rico que podía permitirse ser invisible era un hombre peligrosamente fuera de su alcance.

Frustrada, cambió su búsqueda. Tecleó "Carlos Martínez". Su esposo. Su difunto esposo. Como hacía a menudo en sus momentos más bajos, buscó consuelo en las viejas fotos digitales, en los artículos del periódico local sobre el accidente. Ahí estaba su sonrisa, su mirada cálida. La certeza de un amor que había sido arrancado de cuajo.

Sofía se parecía a él. Tenía sus mismos ojos llenos de vida y su terquedad. Tal vez por eso la carta le había dolido tanto. Porque era un recordatorio de que, a pesar de todo el amor que le daba, ella nunca podría llenar el vacío específico de un padre.

Un ruido sordo en la cocina la hizo sobresaltarse. El corazón se le aceleró de golpe. No era el crujido habitual de la casa. Era más definido, como un golpe. Contuvo la respiración, escuchando en la oscuridad. Solo el tic-tac del reloj de la salón.

"Estás paranoica," se susurró a sí misma, frotándose los ojos. Era el estrés, la culpa, el insomnio. Se levantó para beber un vaso de agua, obligando a sus piernas a moverse con normalidad. Al pasar por delante de la ventana de la cocina, vio que la luz de la luna iluminaba el patio trasero, vacío y en calma. Respiró aliviada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.