La luz del día no trajo consuelo a Isabel. Había pasado la noche en vela, cada sombra en la pared de su dormitorio tomando la forma de una amenaza indeterminada. El café de la mañana le supo a ceniza. Mientras preparaba el desayuno para Sofía, sus movimientos eran automáticos, robóticos.
—Mami, ¿crees que el hombre bueno ya habrá leído mi carta? —preguntó Sofía, sentada a la mesa de la cocina, coloreando un dibujo con una concentración feroz. Sus ojos, tan parecidos a los de Carlos, brillaban con una fe inquebrantable.
La pregunta le atravesó el pecho a Isabel. "El hombre bueno". Si solo supiera.
—No lo sé, cariño. Los hombres... importantes como él están muy ocupados —respondió, esforzándose por mantener un tono neutral. Se acercó y acarició el cabello de su hija—. Y Sofía, ¿te acuerdas de lo que te dije? Lo de la carta tiene que ser nuestro secreto. No se lo cuentes a nadie en el colegio, ¿vale?
Sofía asintió con seriedad, llevándose un dedo a los labios en un gesto de complicidad.
—Es nuestro secreto de princesas. Lo prometo.
Esa promesa infantil le produjo a Isabel un nuevo escalofrío. No era un juego. Era la única y desesperada línea de defensa que tenía.
Mientras tanto, en Manhattan, Vittorio se enfrentaba a sus propios demonios. El informe de Marco, ahora completo con los detalles financieros de Isabel, reposaba sobre su escritorio como una acusación. La hipoteca, los préstamos, la precariedad de su trabajo freelance... Cada dato era un clavo en el ataúd de su propia indiferencia durante todos estos años. Se levantó y se paseó por la suite, la irritación creciendo en él como una marea.
—Marco, ponme con el bufete de abogados de la familia —ordenó por el teléfono seguro, su voz cortante como el cristal.
En menos de treinta segundos, tenía al Sr. Ainsworth, el abogado principal, al otro lado de la línea.
—Vittorio, un placer. ¿En qué puedo ayudarte?
—Ainsworth, necesito una consulta. Hipotética.
—Por supuesto. Adelante.
—Imagina que una persona, un menor, envía una carta a otra persona pidiendo... ayuda. Asistencia financiera. La persona que la recibe, ¿qué obligaciones legales contrae? —era una mentira pero era la manera de decirle eso y no la verdad de la ilusión de una niña.
Al otro lado de la línea, hubo un silencio calculador.
—Ninguna, Vittorio. Absolutamente ninguna. A menos que la carta contuviera una oferta contractual válida, que es imposible tratándose de un menor, y que fuera aceptada explícitamente por el receptor, no existe vínculo legal. Es, en el mejor de los casos, una petición caritativa. En el peor... un intento de manipulación emocional por parte de los tutores.
La palabra "manipulación" encendió una chispa de ira en Vittorio.
—¿Está insinuando que la madre está detrás de esto?
—No estoy insinuando nada, solo expongo escenarios legales. La ley es clara. Usted no les debe nada. ¿Hay... algo específico que deba saber, Vittorio?
Vittorio apretó la mandíbula.
—No. Es solo una curiosidad. Gracia, Ainsworth.
Colgó. La conversación no había hecho más que aumentar su agitación. La ley estaba de su lado. Podía archivar la carta, olvidarse del asunto y continuar con su vida. Pero la imagen de Sofía, esa fe que el abogado había etiquetado tan cínicamente como "caritativa", no se lo permitiría.
Más tarde, sentado en su sillón favorito frente a la ventana, hizo otra llamada. Una llamada que solo hacía en momentos de extrema confusión. Marcó el número de su hermana, Esmeralda, la única persona en el mundo que no se intimidaba por su fortuna o su reputación.
—Hermano mayor —contestó ella con su voz cálida y ligeramente burlona—. Para qué molestarte en preguntar cómo estoy, ya sé que tus superpoderes de CEO te permiten saberlo todo.
A Vittorio, por primera vez en días, se le escapó una sonrisa tenue.
—Esmeralda. Siempre dramática. ¿Cómo estás?
—Preparando la nueva exposición.El lienzo me está volviendo loca. Pero tú no me llamas para hablar de óleo. Sucede algo. Lo noto en tu voz.
Vittorio dudó. ¿Cómo explicar lo inexplicable?
—Una carta —comenzó, titubeante—. Una niña... una niña pequeña, me escribió pidiendo un padre.
—¿Qué? —la voz de Esmeralda perdió toda su broma—. Vittorio, ¿estás hablando en serio?
—Totalmente. La recibí en la casa de Forest Hills y luego llegó a Italia, cuando mamá estaba, ya sabes. La he investigado. Es real. Su madre es viuda, están en una situación... complicada.
—Dios mío —susurró su hermana. Hubo un silencio—. Y ¿qué vas a hacer?
—¡Esa es la pregunta! —exclamó él, levantándose de nuevo, incapaz de estarse quieto—. El abogado dice que no debo nada. La lógica dice que es una locura involucrarme. Pero... Esmeralda, si la hubieras visto. Su cara en la cámara... Esa esperanza...
—Vittorio —la voz de su hermana era suave pero firme—. Tú no crees en las casualidades. Menos en algo así. ¿Por qué te está afectando tanto esto? No es solo lástima. Lo sé.
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Editado: 04.11.2025