Papá por Correspondencia

Capítulo 11

La puerta cerrada ya no era una protección, sino la tapa de una trampa. Isabel se deslizó por la madera hasta quedar sentada en el suelo frío, las rodillas pegadas al pecho. El eco de las palabras del asistente social "negligencia emocional", "riesgo para la estabilidad mental", "custodia" martillaba en su cráneo en un loop interminable. El aire erapeso, irrespirable. Cada rincón de su acogedora casa, que siempre había sido su refugio, ahora parecía contener un par de ojos invisibles observándola, juzgándola.

¿Quién había sido? La pregunta se enredaba con el miedo, formando un nudo corredizo alrededor de su cuello. Él. el socio de su esposo. Tenía que ser él. Solo él conocía el detalle de todo en su vida. ¿Era esta su respuesta? ¿No una negativa simple, sino un ataque devastador para eliminarla del tablero? La brutalidad de la jugada la dejaba sin aliento. Era solo plata, dinero y despiadado; era un monstruo que no dudaba en usar su dolor más profundo como un arma.

El pánico, un animal vivo y palpitante, le arañaba por dentro. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba oír una voz que no fuera la de su propio terror. Con manos tan temblorosas que casi dejó caer el teléfono, marcó el número de su mejor y única amiga, Elena.

—¿Isa? ¿Qué pasa? —contestó Clara al segundo, alertada por la respiración entrecortada que Isabel no podía controlar.

—Clara...—La voz le salió quebrada, ahogada por un sollozo—. Ha pasado algo. Algo terrible.

—Dios mío,¿estás bien? ¿Está bien Sofía?

—Sí...no... no lo sé —balbuceó Isabel, apretando el teléfono con fuerza—. Ha venido un hombre... de Servicios Sociales.

Le contó todo, entrecortadamente. La denuncia anónima, las acusaciones, la mención a Carlos, la amenaza velada sobre la custodia. Con cada palabra, sentía que la vergüenza y el miedo crecían, exponiendo su fracaso como madre ante la única persona que siempre la había apoyado.

—¡No me lo puedo creer! —estalló Elena cuando Isabel terminó—. ¿Una denuncia por negligencia? ¡Pero si eres la madre más dedicada que conozco! Es absurdo. Tiene que ser un error.

—No es un error, Clara —susurró Isabel, secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Lo mencionó. La carta. Mencionó la maldita carta que Sofía envió a esa casa. ¿Quién más podría saberlo?

Al otro lado de la línea, hubo un silencio pesado, cargado de comprensión.

—¿Crees que... fue él? ¿Ese amigo falso de tu difunto esposo?

—¡Tiene que ser! —exclamó Isabel, levantándose y empezando a pasear por la sala como una leona enjaulada—. ¿Qué otra explicación hay? Le molestó las cosas que le dije, se sintió acosado, y en lugar de ignorarla, decidió... destruirme. Mandar a Servicios Sociales es la manera perfecta de deshacerse de una molestia sin ensuciarse las manos. Es repugnante.

—Espera, Isa, espera —la voz de Elena era un cable a tierra—. Pensemos un momento. ¿Por qué? Es un hombre poderosísimo. Si quisiera que lo dejaras en paz, un aviso de sus abogados habría sido suficiente. Esto... esto es personal. Sádico. ¿Qué ganaría?

—¡No lo sé! ¡Quizás se divierte así! —gritó Isabel, deteniéndose frente a la ventana y mirando la calle vacía con desesperación—. Gana asegurarse de que no vuelva a molestarle. Gana que me encierren en mi propia paranoia. ¡Y lo está consiguiendo! Mira mi estado. Estoy hecha un polvo, Clara. Tengo miedo de mi propia sombra.

—Tienes que denunciarlo —propuso Elena, con firmeza—. Ve a la policía. Di que te está acosando.

—¿Y les digo qué? —replicó Isabel con amargura—. ¿Que un amigo de mi esposo me acosa, del que no tengo ni una foto. No tengo pruebas, Clara. ¡La única "prueba" es la denuncia en mi contra! Su palabra contra la mía. Y su palabra vale millones. La policía se reiría de mí.

La lógica cruel de la situación se cerraba sobre ella como una losa. Estaba atrapada. No podía luchar contra un enemigo que no podía ver, ni probar que existía.

—Entonces... ¿qué vas a hacer? —preguntó Clara, su voz ahora llena de la misma impotencia que sentía Isabel.

—¿Hacer? —Isabel soltó una risa amarga, vacía de humor—. ¿Qué puedo hacer? Huir. Recoger a Sofía del colegio, empacar lo que podamos en el coche e irnos lejos. Cambiar de ciudad, de nombre...

—Isa, eso es la locura hablando. No tienes dinero para eso. Dejarías tu trabajo, sacarías a Sofía de su colegio, de su vida... ¿por un cobarde que ni siquiera se atreve a mostrarse? Eso sería dejar que gane.

—¡No es sobre ganar o perder, Clara! —gritó Isabel, la voz quebrada por la angustia—. ¡Es sobre Sofía! Si me quitan a mi hija, me muero. Es lo único que me queda. Prefiero vivir escondida, con miedo, pero con ella a mi lado, que arriesgarme a perderla en una batalla legal que no puedo permitirme y que sé que voy a perder. Él tiene todos los recursos. Yo solo tengo... miedo.

El silencio que siguió fue elocuente. Ambas sabían que era verdad. La justicia a menudo tenía un precio, y Vittorio Rossi podía pagarlo indefinidamente.

—Al menos... espera —suplicó Clara, más calmada—. No tomes una decisión así ahora, con el pánico encima. Espera a que se calmen las aguas. Quizás fue un hecho aislado. Quizás... quizás no fue él.

Isabel cerró los ojos. Quería creerlo. Deseaba con todas sus fuerzas que hubiera otra explicación. Pero en su corazón, en el instinto visceral que le helaba la sangre, sabía la verdad.




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