Papá por Correspondencia

Capítulo 12

La suite presidencial de The Mark había dejado de ser una celda acolchada para convertirse en el centro de mando de una campaña invisible. Vittorio, con los ojos inyectados en sangre y una taza de café frío olvidada en el escritorio, estudiaba el último informe de Marco. La red de su tío, Matteo Alessi, era extensa y venenosa. La denuncia a Servicios Sociales había sido solo un primer tentáculo, una advertencia. Sabía que si no actuaba con contundencia, el siguiente ataque sería más directo, más sucio.

—Signore —la voz de Marco sonó a través del altavoz, imperturbable—. El Signor Alessi tiene una cena esta noche en Cipriani con el comisionado de planificación urbana. Parece que intenta influir en la recalificación de los terrenos del viejo astillero.

—El astillero que nuestra holding quiere adquirir —murmuró Vittorio, un destello de fría comprensión en sus ojos—. No es solo un ataque contra mí. Es un movimiento para debilitar mi posición en la familia. Usar a esa mujer y a la niña como peones.

—Así parece. ¿Qué desea que haga?

Vittorio se levantó y se acercó a la ventana. La ciudad, su reino de acero y cristal, de repente le pareció un campo de minas.

—Déjame pensar, Marco. Mantén la vigilancia sobre la Sra. Martínez. Que nada ni nadie se le acerque sin mi conocimiento.

Al colgar, la ira contenida hervía en su interior. Necesitaba consejo, pero no el de sus abogados o sus sicarios financieros. Necesitaba la perspectiva de alguien que entendiera el costo humano de sus guerras. Marcó el número de su hermana.

—Vittorio —contestó Esmeralda, con un suspiro—. Tu silencio en las últimas horas ha sido más elocuente que mil palabras. Ha pasado algo más.

—Matteo —la palabra salió como un escupitajo—. Está detrás de la denuncia a Servicios Sociales. Usó la información sobre la carta para atacar a la madre.

Un juramento sofocado se escuchó al otro lado de la línea.

—Dios mío, eso es bajo incluso para él. ¿Y la mujer? ¿Está bien?

—¿Qué crees, Esme? —replicó Vittorio, con amargura—. La tienen aterrorizada. Mi gente me dice que no sale de casa, que apenas come. Vive con el miedo constante de que le arrebaten a su hija. Y ella cree que fui yo. Cree que soy el monstruo que dio la orden.

—Y en parte, lo eres —la voz de Esmeralda era suave pero implacable—. No directamente, pero tu mundo, tu nombre, tu sangre... eso es lo que la está aplastando. Es la consecuencia no deseada de que una niña te enviara su esperanza. La has mancillado, hermano.

—¡Yo la protegí! —estalló Vittorio, golpeando el cristal de la ventana con la palma de la mano—. ¡Hice que archivaran la denuncia! ¡La estoy vigilando para que no le pase nada!

—¡Y eso no la hace sentir menos violada! —replicó ella, alzando la voz—. Vittorio, escúchate. "La estoy vigilando". ¿Te das cuenta? Controlas su vida sin su permiso. Eres su guardián invisible y su carcelero. No puedes resolver este problema con más poder y control. Solo lo empeorarás.

—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó él, desesperado—. ¿Que me presente en su puerta con un ramo de flores y le diga "lo siento, mi tío es un psicópata, pero yo soy de los buenos"?

—No —dijo Esmeralda, con un hilo de paciencia—. Sugiero que dejes de tratar esto como una operación empresarial. Esa mujer no es una adquisición hostil. Es una persona a la que le destrozaste la paz. Y la única manera, la única manera de empezar a enmendarlo, es dándole el control de vuelta.

—¿Cómo?

—Dándole espacio. Retirando tu vigilancia. Dejándola respirar. Y cuando el humo de la batalla con Matteo se disipe... entonces, tal vez, encontrar una manera de acercarte. No como Vittorio DiNapoli, el magnate. Sino como el hombre que fue conmovido por una carta. Pero ahora no. Ahora solo eres la fuente de su pesadilla.

La verdad de sus palabras cayó sobre Vittorio como una losa. Tenía razón. Su "protección" era otra forma de invasión. Colgó, sintiéndose más perdido que nunca. Por primera vez en su vida, el poder infinito que poseía era inútil. No podía comprar la tranquilidad de Isabel. No podía borrar su miedo con un cheque.

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Mientras tanto, en Idabel, Isabel había erigido su propio fortín. Las cortinas estaban siempre corridas. Las puertas, con doble cerrojo. Había comprado un teléfono desechable que guardaba como un secreto y había instalado una aplicación para grabar llamadas. El miedo había mutado en una determinación fría y metálica.

Esa tarde, sentó a Sofía en el sofá. La niña notaba la tensión, se había vuelto más silenciosa, más pegada a su madre.

—Cariño —comenzó Isabel, tomando sus pequeñas manos entre las suyas—. Tenemos que hablar de nuevo sobre el hombre del castillo.

—¿Ya leyó mi carta? —preguntó Sofía, con un hilo de esperanza.

—No lo sé, mi amor. Pero... a veces, los adultos... los adultos que no conocemos pueden no ser buenos —elegía las palabras con cuidado, sin querer sembrarle un pánico absoluto—. Por eso, es muy, muy importante que nunca, nunca le hables a nadie que no conozcas, aunque diga que es amigo mío o que viene de parte de ese señor. ¿Lo entiendes?

Sofía la miró con sus ojos grandes y serios, percibiendo la gravedad en la voz de su madre.




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