Papá por Correspondencia

Capítulo 13

La torre Meridian no era solo una estructura de acero; era un organismo que respiraba información. Cada movimiento, cada visita inusual, era registrada y analizada. La aparición de Isabel Martínez en el vestíbulo, su confrontación con Marco, y su mensaje cargado de una furía desesperada, fueron procesados en milisegundos y enviados directamente a la pantalla de Vittorio.

Él la observó marcharse, esa figura menuda y decidida que se desvanecía entre la multitud anónima. La grabación de sus palabras, "una madre sin nada que perder es la fuerza más peligrosa que existe", resonaba en la suite con más fuerza que cualquier informe de mercado.

—Marco —llamó Vittorio, sin apartar los ojos de la pantalla ya vacía.

Su asistente apareció en el umbral, silencioso como un espectro.

—Signore.

—Esa grabación de su llamada... la súplica —Vittorio se volvió, y su rostro mostraba las primeras grietas de un agotamiento que no era físico—. ¿Está segura?

—Como una bóveda. Solo usted y yo tenemos acceso.

—Bórrala.

Esta vez, Marco no pudo disimular su sorpresa. Sus cejas se elevaron una fracción de milímetro.

—¿Perdón?

—Bórrala —repitió Vittorio, con una voz extrañamente serena—. Es su dolor. No es un trofeo que debamos guardar. Y... prepara el coche.

—¿Destino?

—Idabel. No, no a su casa. Al parque. Al que está frente a su apartamento.

—Signore, eso es... —Marco buscó la palabra correcta— ...imprudente en extremo. Si los hombres de su tío...

—Ya no estoy interesado en lo prudente, Marco —lo interrumpió Vittorio, cogiendo su abrigo—. Solo estoy interesado en enmendar lo que se puede enmendar. O, al menos, en intentarlo.

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Isabel caminaba de vuelta a la estación, su cuerpo aún temblaba por la adrenalina de la confrontación. No había conseguido ver a Rossi, pero había plantado su bandera. Había dejado claro que no era una víctima sumisa. Al pasar por el pequeño parque cercano a su edificio, un lugar que Sofía amaba pero que ahora evitaban, sintió que las fuerzas la abandonaban. Se dejó caer en un banco, bajo las desnudas ramas de un roble, y enterró el rostro en sus manos. El valor que había reunido para enfrentarse a la torre de cristal se evaporaba, dejando a su paso un vacío tembloroso.

No supo cuánto tiempo pasó así, hasta que una sombra se cernió sobre ella, bloqueando el pálido sol de la tarde. Alzó la vista, esperando ver a algún vecino. Pero el hombre que estaba frente a ella no era un vecino.

Era alto, con un abrigo negro y caro que caía en líneas perfectas sobre sus hombros anchos. Su rostro, marcado por una angulosa elegancia y una fatiga que los productos de lujo no podían ocultar, le resultó vagamente familiar de alguna fotografía de revista. Pero fueron sus ojos lo que la clavó en el sitio. Ojos de un gris tormentoso, inyectados en sangre, que sostuvieron su mirada con una intensidad que le quitó el aliento.

No necesitó presentaciones. Lo supo de inmediato, con una certeza visceral que le heló la sangre.

Vittorio Rossi.

—Usted —logró articular ella, poniéndose en pie de un salto. El banco de madera era ahora una frágil barricada entre ellos.

—Sra. Martínez —su voz era más grave de lo que ella imaginaba, con un acento italiano sutil que envolvía cada palabra—. Isabel.

—¿Cómo se atreve? —su voz era un susurro ronco, cargado de odio—. ¿Viene a ver el daño de primera mano? ¿A asegurarse de que su mensaje ha sido recibido?

Vittorio no retrocedió ante su hostilidad. Permaneció inmóvil, asumiendo su presencia como quien asume una condena.

—He venido porque recibí su mensaje. Los dos. El que dejó a mi asistente hace unos días, y el que acaba de dar en mi vestíbulo. Y tenía... tenía que verla. Tenía que decirle algunas cosas, personalmente.

—¿Qué podría decirme usted que yo quiera oír? —espetó ella, cruzando los brazos sobre el pecho como una coraza—. ¿Más mentiras? ¿Más advertencias disfrazadas de disculpas?

—No tengo disculpas que ofrecer que sean dignas de aceptar —dijo él, y la crudeza de su declaración la tomó por sorpresa. No había rastro de la arrogancia que ella esperaba—. Cualquier palabra de perdón que pronuncie sonaría a falsedad, y lo sé. No he venido a disculparme.

—¿Entonces a qué? ¿A amenazarme directamente?

—A explicarle. A darle, por primera vez, una verdad. Aunque duela.

—¡Ya he tenido suficiente de su verdad! —gritó Isabel, notando que unas lágrimas de rabia asomaban a sus ojos—. Su verdad es que unos hombres entraron en la vida de mi hija, que me investigó, que puso a Servicios Sociales en mi puerta. Su verdad es el miedo constante en el que vivo. ¡Su verdad es una pesadilla!

Vittorio asintió lentamente, absorbiendo su dolor sin apartar la mirada.

—Tiene razón. Esa es la verdad que yo creé. La que permití que sucediera. Pero no es toda la historia.

—¿Ah, no? ¿Hay una versión más amable de cómo aterroriza a familias inocentes?

—Inocente... —repitió él, y por primera vez, un destello de su propia amargura asomó en sus ojos—. No, no soy inocente. Soy responsable. Pero no soy el único monstruo de este cuento, Sra. Martínez.




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