Ella soltó una risa amarga, secándose una lágrima de furia con el dorso de la mano.
—¿Y por eso mandó investigarme? ¿Por conmoción?
—Lo hice porque en mi mundo, la bondad inesperada no existe. Todo tiene un precio, un motivo oculto. Desconfié. Pensé que alguien podría estar usando a su hija para acercarse a mí. Fue un acto de paranoia, no de maldad. Un error catastrófico, lo sé ahora. Pero la investigación fue solo para descartar una amenaza. Cuando supe de ustedes, de su vida... ordené que se archivara. Que no se las molestara más.
—¡Pero nos molestaron! —lo interrumpió ella, golpeando el banco con la palma de la mano—. ¡Llegó la denuncia!
—Y esa denuncia —la voz de Vittorio se volvió cortante, cargada de una ira fría— no fue obra mía. Fue de mi tío, Matteo Alessi. Él interceptó la información. Él usó el conocimiento de la carta y de mi... interés, para atacarlas. Para atacarme a través de ustedes.o cuadraba empezaba a encontrar su lugar.
—¿Su... tío?
—Sí. Mi tío. Mi rival en el seno de nuestra familia. Esta —hizo un gesto vago hacia la ciudad, hacia su imperio— es una guerra por el control. Y él decidió que la vulnerabilidad de una niña y su madre era el punto flaco perfecto para herirme. La denuncia fue su opening move. Un aviso. El siguiente habría sido peor.
—¿Y por qué debería creerle? —preguntó Isabel, aunque una parte de ella, la parte que había visto la meticulosa crueldad del sistema, empezaba a hacerlo—. Para mí, solo son dos depredadores peleando por un hueso. Y mi hija y yo somos el hueso.
Vittorio se volvió completamente hacia ella, y su mirada era tan intensa que resultaba casi física.
—Porque si yo fuera el monstruo que usted cree, no estaría aquí sentado, en un banco de un parque, exponiéndome. Habría usado mi poder para aplastar la denuncia y olvidarme del asunto, o para comprarla a usted con una bolsa de dinero y hacerla callar. No habría retirado la vigilancia que, aunque usted no lo crea, fue puesta para protegerlas de mi tío, no para controlarlas a ustedes.
"Retirar la vigilancia". Las palabras de Esmeralda habían dado fruto.
—Usted... los retiró —murmuró Isabel, recordando la repentina ausencia de aquel coche gris que siempre estaba estacionado en la esquina desde hacía días.
—Lo hice —confirmó él—. Después de escuchar su súplica. Después de entender que mi protección era otra forma de opresión. Fue lo único, la única cosa, que pude hacer para devolverle una pizca de control. Fue un riesgo, lo sé. Pero era su derecho.
Isabel lo observó, estudiando su rostro. Ya no veía al titán de hierro de los periódicos. Veía a un hombre agotado, carcomido por una culpa que no sabía cómo expiar. Y las piezas encajaban. La denuncia, tan burocráticamente cruel. La sensación de ser un peón en un juego más grande. La investigación que no llevó a nada, excepto a más miedo.
—¿Por qué? —preguntó, y esta vez su voz era más baja, desprovista de la ira inicial, llena de una confusión profunda—. ¿Por qué una carta... por qué nosotras? De todas las personas en el mundo, ¿por qué mi hija tuvo que escribirle a usted?
Vittorio miró los columpios vacíos otra vez, y una sombra de dolor cruzó su rostro.
—Esa es la pregunta que me hago cada día, Sra. Martínez. La casualidad es el arquitecto más cruel. Su hija vio un castillo y soñó con un príncipe. Y yo... yo solo soy un hombre en una torre, rodeado de enemigos. Su carta fue un recordatorio de un mundo del que me había desconectado. Y mi reacción, mi desconfianza, lo mancilló todo. La he defraudado a ella. La he defraudado a usted. Y he convertido su simple y pura esperanza en esto —señaló el espacio entre ellos, el parque vacío, el miedo que aún colgaba en el aire—. Ese es el peso que cargo. Y es un peso mucho mayor que el de cualquier negocio.
Callaron. El viento susurraba entre las ramas desnudas. La confesión de Vittorio, cruda y sin adornos, se extendía entre ellos. No era una absolución, pero era la primera verdad completa que Isabel había recibido desde que empezó la pesadilla.
—Usted prometió que si le escuchaba, se iría —dijo ella finalmente, rompiendo el silencio.
—Lo prometí —asintió él, poniéndose en pie. Parecía aún más alto, pero su postura había perdido su rigidez imperial—. Y lo haré. Pero antes... —metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó un sobre blanco, sencillo—. Esto no es dinero. No es un contrato. Es una carta. Para Sofía. No es de Vittorio Rossi. Es... del hombre del castillo. Léala usted primero. Decida si se la da o la quema. Es lo último que recibirán de mí.
Dejó el sobre sobre el banco, entre ellos. Luego, asintió con la cabeza en un gesto de despedida y respeto.
—Adiós, Isabel Martínez. Cuide de su hija. Y sepa que, para lo que sea, el hombre del castillo ha abdicado.
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y se alejó por el sendero, su figura alta y solitaria absorbiendo la fría luz del atardecer.
Isabel se quedó mirando el sobre blanco sobre la madera verde del banco. Lo tocó con la yema de los dedos. Era delgado. No contenía cheques ni documentos legales. Contenía palabras.
Miró hacia donde Vittorio había desaparecido. El miedo no se había disipado por completo, pero ahora tenía una forma, un nombre y un contexto. Y, contra todo pronóstico, una semilla de algo que no era perdón, sino una comprensión terrible y trágica. La partida había cambiado para siempre. Ya no era una caza. Era un reconocimiento mutuo de dos personas atrapadas en la maquinaria de un poder que ninguna de las dos controlaba por completo.
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Editado: 24.11.2025