Papá por Correspondencia

Capítulo 15

El sobre yacía sobre la madera verde y descascarillada del banco, un rectángulo de blancura pura e inocente que desmentía el torrente de consecuencias que contenía. Sus dedos, entumecidos por el frío y la adrenalina, se aferraron al borde del asiento. Observó la esquina del parque por donde la alta y solemne figura de Vittorio Rossi había desaparecido, tragada por la penumbra creciente. El silencio que dejó atrás no era pacífico; era espeso, cargado de ecos de su confesión y del fantasma de una guerra familiar de la que ella y su hija eran ahora rehenes involuntarios.

"El hombre del castillo ha abdicado." Las palabras resonaban en su mente, una declaración de derrota tan inesperada como la tormenta que había desatado su simple carta. ¿Abdicado de qué? ¿De su interés? ¿De su culpa? ¿O de la ilusión de control que los poderosos como él siempre creían tener?

Finalmente, con un temblor que le recorrió todo el brazo, extendió la mano y tomó el sobre. Era ligero, casi frágil. Lo giró, buscando un sello, una inscripción, pero no había nada. Solo la promesa de palabras. La promesa de un hombre que acababa de desmoronarse ante sus ojos, revelando no al titán de acero de las portadas financieras, sino a un ser agotado y carcomido por una culpa que no sabía cómo expiar.

Se levantó, metiendo el sobre en el bolsillo de su abrigo como si contuviera un secreto explosivo. El camino a casa le pareció más largo y solitario que nunca. Cada sombra le pareció cargada de una nueva intención. Si Vittorio había retirado su protección, ¿estaba Matteo Alessi al acecho, esperando su momento? La paranoia, un virus que él le había inoculado con su confesión, comenzaba a extenderse por sus venas.

Al cruzar el umbral de su pequeña casa, un oasis de normalidad forjado a base de esfuerzo y amor, una silueta se abalanzó sobre ella.

—¡Mamá!

Sofía la envolvió en un abrazo apretado, su cabello suave oliendo a champú de manzana. Isabel se aferró a su hija, enterrando el rostro en su pelo, inhalando la esencia de la única razón por la que todo esto valía la pena, y al mismo tiempo, la causa involuntaria de toda su pesadilla.

—Hola, mi amor. ¿Terminaste la tarea?

—Sí. La Clara me ayudó con matemáticas —dijo la niña, refiriéndose a su vecina y amiga—. ¿Trajiste el pan?

Isabel sintió un golpe de culpa. Lo había olvidado por completo. La confrontación en el parque había borrado de su mente las trivialidades de la lista de la compra.

—No, cariño. Lo siento, se me pasó. Mañana, te lo prometo.

Más tarde, con Sofía finalmente dormida, agotada por un día de escuela y sueños infantiles que ya no eran tan simples, Isabel se sentó a la mesa de la cocina. El sobre blanco estaba frente a ella, bajo la luz cruda de la lámpara, desafiándola. Con manos que apenas lograba mantener estables, lo abrió.

Sacó una sola hoja de papel de calidad, doblada en tres. La letra era firme, clara, una caligrafía educada que no era la de un hombre que escribía a menudo a mano.

Querida Sofía,

Espero que no te moleste que te escriba. Tu madre tiene este sobre ahora mismo, y es ella quien debe decidir si estas palabras llegan a ti o si se convierten en humo. Ambas opciones las entenderé, porque tu madre, como has de saber, es muy sabia y te quiere más que a nada en este mundo.

Me escribiste una vez contándome que querías un papá. Dijiste que parecías triste y sola, y que los castillos de princesa no deberían estarlo. Tus palabras, esa simple observación, fue como un rayo de luz en una habitación muy oscura que llevaba mucho tiempo cerrada. Me hiciste recordar que, más allá de los muros y las torres, existe un mundo donde la bondad no necesita una razón para existir.

Quiero que sepas que lo que pasó después, todo el miedo y la confusión que tú y tu madre han sentido, es mi responsabilidad. Cometí un error muy grande. Confundí tu luz con una sombra, y en mi mundo, a menudo lleno de sombras, uno se acostumbra a desconfiar hasta de los faros. Fui un tonto, Sofía. Un tonto que manchó un acto de pura belleza con su propia ceguera.

No hay excusa para ello. Solo la explicación de un hombre que a veces olvida cómo se ve el mundo a través de los ojos de una niña que ve un castillo y sueña con un príncipe. Lamento, con todo lo que soy, haber convertido tu sueño en una pesadilla. Lamento haber traído la oscuridad a tu puerta.

El "hombre del castillo", como tú me llamas, no es un príncipe. Es solo un hombre que a veces se siente más prisionero que el rey que cree ser. Pero tu carta, Sofía, me recordó cómo se siente la libertad de soñar. Por eso, y aunque no merezco tu perdón, te doy las gracias.

Cuida mucho de tu madre. Ella es el verdadero castillo en tu vida, con muros de fortaleza y un foso lleno de un amor inquebrantable por ti.

Con gratitud y un profundo remordimiento,

El hombre del castillo.

Isabel dejó la carta sobre la mesa. No había lágrimas en sus ojos, sino una comprensión vasta y silenciosa que le llenaba el pecho. No eran las palabras de un depredador. Eran las palabras de un hombre roto, dirigidas a la única persona que, sin saberlo, había logrado fracturarlo. La última línea de su defensa, la convicción de que eran solo un "hueso" para dos depredadores, se resquebrajó irrevocablemente. Vittorio Rossi no veía un hueso. Veía un espejo, y la imagen que reflejaba le aterraba.




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