Capitulo único
Eligió la madrugada para no ser encontrada. La neblina cubría todo el lugar; ya eran pasadas las 2:00 de la mañana. Estaba de pie, fuera del gran portal del cementerio. Fue a despedirse de su gran amor, a darle un último adiós. De pronto la neblina la cubrió por completo, no podía ver sus manos, no podía ver sus ropas. En ese momento dudó de la vida, se preguntaba en qué lado del cementerio realmente se hallaba. Sintió que el tiempo era la eternidad misma. Caminaba y caminaba en busca de la tumba de su amor, pero nada parecía suceder. Al no hallarla volvió a dudar de la vida. Siempre le parecía estar en el mismo lugar.
Por un momento se sentó en una de las lápidas, y con mucho esfuerzo logró leer el obituario. Decía:
En el eco de mis muertes aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
él con sombrero negro escondiendo ratas en mi sangre,
o es el miedo con labios muertos bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes aún hay miedo.
No, cabe la duda ¡Sí estoy viva! Puedo recordar ese poema de Pizarnik.
Entonces quien yace en esta tumba es una mujer, pero no alcanzo a ver su nombre… solo una chica llena de miedo elige este poema como epitafio - pensó la novia.
Repentinamente apareció un hombre sin rostro. Le saludó con estas palabras: ¿Conocía usted a la difunta?
No, -respondió ella- pero percibo su dolor al leerla. Siento mucha pena por ella.
El hombre sin rostro también dijo sentir pena por la difunta. Aseguró que siempre le había inspirado el hecho de velar por ella...
¿Cómo está tan seguro de que se trata de una mujer? ¿La conocía? –Preguntó muy intrigada-. Sin embargo, en la medida que ella y el hombre sin rostro dialogaban, su voz se le hacía conocida, muy conocida.
¿Y usted, qué hace a estas horas en un lugar como este? Preguntó el hombre.
La chica estaba aturdida por la familiaridad de esa voz, apenas distinguía imágenes veladas, ligeras brumas. Al no poder leer los labios de aquel extraño sujeto, agudizó su sentido del oído. Aunque un poco lerda, se fue entregando al diálogo:
Vine a despedirme de un amor que falleció hace poco, pero no encuentro su lápida. No estoy segura, pero creo que llevo mucho tiempo acá, sin hallarlo…
El hombre sin rostro quedó asombrado por la respuesta. La observó por un rato en el más profundo silencio. Posteriormente, muy entristecido entonó su canto:
“Ahora comprendo
Cuál era el ángel
Que entre nosotros pasó
Era el más terrible, el implacable
El más feroz
Ahora comprendo en total
Este silencio mortal
Ángel que pasa
Besa y te abraza
Ángel para un final”
La joven reaccionó afligida; sintió por primera vez un intenso frío calado en su inexistente humanidad. El disgusto volvió a ella para cubrir el dolor. La voz de ese hombre le hacía dudar de tal muerte, sí, la voz le hacía dudar, pero esas letras… Tampoco encontraba la lápida, aunque estaba segura de haber asistido al sepelio de su amor.
El hombre se retiró. Ella continuó deambulando por todo el cementerio; sin tiempo ni espacio, era igual estar en un lado que en otro, pero siempre en penumbras. Sin embargo, había un frondoso jardín donde ella permanecía contemplando las flores, su único mundo.
Ya la chica no extrañaba a ese alguien, mucho menos al tiempo. Sin embargo, a lo lejos se escuchó citar unas frases de Vallejo. Aquella conocida voz venía de regreso citando a lúgubres poetas, y con ella, volvieron los recuerdos y la pena.
Ya muy cerca de ella, el hombre le dijo: tu amor no murió; él no está aquí, está en el otro mundo, aquel donde sí hay tiempo, uno que ha transcurrido y del que no te has percatado. Ya no estés disgustada. Estoy aquí para pedirte que cruces el portal y salgas de nuevo a la vida. Solo soy un emisario; regresa y ve a ver lo que sucede… La chica hizo un recorrido por todo el cementerio; se acercó al jardín, pudiendo por primera vez, apreciar el color y el aroma de sus flores; así descubrió el portal. Se despidió amablemente de la voz antes de salir definitivamente del lugar, quien correspondió a la despedida insistiendo: