Paradoja

La Enfermedad

─¡No puedes hacerme esto! ─gritó enojada mientras el viento golpeaba su rostro y hacía remolinos con su pelo azabache.

─No tengo otra opción,  Katrina. ─contestó en un tono apagado, casi susurrante.

La carretera estaba desierta, el sol brillaba en su punto más alto en el cielo; el auto resplandecía cegando los ojos que con enojo veían su esperanza ser arrebatada y los que con tristeza reflejaban el océano.

 

En un mundo destruido por la más vil de las enfermedades del hombre, una que se propaga con la rapidez del viento huracanado e incinera el alma como el fuego más feroz. Solo hay una opción para aquellos a quienes la enfermedad había infectado: Alejarse y aislarlos.

 

Algo muy curioso es que los infectados podían vivir entre sí sin grandes problemas, gracias a un efecto secundario que les hacía mentirse a la cara sin pudor y dedicarse las sonrisas más cínicas, creando un ambiente armonioso y fraternal.

 

Eran pocos los que habían sobrevivido estando infectados y los que aún estaban sanos viajaban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, ya que sin importar el lugar, la hora, el clima, la enfermedad se instalaba en los más recónditos lugares como una sabandija, un parásito sediento de más.

 

─Entonces ¿Me dejarás aquí, en medio de la nada? ─cuestionó algo resignada; conocía lo que le esperaba a los infectados, ya había tenido que dejar atrás a muchos amigos y familiares; ahora era su turno de ser olvidada.

 

Él no contestó, no sabría qué decirle tampoco. Se subió en el auto y reanudó su recorrido, ahora sin compañía. 

 

Lo que más le dolió no fue dejarla, sino, que ella hubiese aceptado la enfermedad.



 



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En el texto hay: reflexiones, pandemia, fugitivos

Editado: 05.08.2020

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