Joseph miraba a Albert, enojado. Todavía irradiaba odio por la traición del hombre, mas aquel se notaba tranquilo a pesar de ello.
–Have you lost your mind?
–¿Ingles? Debes estar muy molesto como para hablar el idioma de tu padre –dijo el de negro, lleno de rabia el anfitrión, provocado que apareciera nuxon oscuro en su cuerpo.
–¡Joseph! Por favor, cálmate. No dejes quete afecte –pidió Declan al tomar la mano de su amigo, llamada la atención de éste y tranquilizado, lo que desvaneció el nuxon de su cuerpo.
–¿Qué clase de maldito enfermo eres como para creer que te voy a perdonar por tan sólo venir a ayudarme? –preguntó Joseph, molesto, cambiada la expresión de Albert a una de seriedad–. No sólo traicionaste a nuestro amigo, Gregory. También sabías por todo lo que estaba pasando. Asesinaste al soplón que tenía al lado, debes de saberlo todo.
–No todo, sólo lo que hablaron Gregory y tú esa vez. Aunque no entendí mucho, pues sé que él estaba leyendo tus labios.
–¿Qué quieres, Albert? –cuestionó enojado, casi entre dientes.
–Pedir disculpas y darte las gracias. –Esas palabras hicieron que Joseph se confundiera, relajado su rostro, extrañados los demás.
–¿Qué? ¿Ahora qué estupidez inventarás?
–Ninguna –explicó el hombre con la mirada baja, melancólico–. ¿Sabes por qué odiaba tanto que te hayas desaparecido y nadie dijera nada? Porque una vez yo pude haberme ido, al menos un siglo, pero no lo hice. Sacrifiqué todo por la Elite de fuego y ¿para qué? Ya sólo quedan cinco miembros y ni siquiera soy parte de ella.
–Annastasia desbandó a la elite oficialmente. Ya no existe tal cosa.
–¡Pff! ¡Ves! ¿Cómo no tener coraje? –expresó Albert incrédulo y molesto, algo que hace mucho Joseph no veía en él.
–¿Pasó algo?
–Sí, pasaron muchas cosas –dijo el hombre al acercarse, tomar una silla del comedor y sentarse con el cuerpo hacia los presentes, sujeto de sus rodillas, triste y avergonzado. –Tuve una misión aquí, en Terra Nova. Hace aproximadamente quinientos años. En ese tiempo, el destino me cruzó con la mujer más maravillosa y bella que haya conocido jamás. Fernanda Pérez, de piel morena intensa, pelo rizado y labios carnosos. Tenía una mirada rasgada y ojos que brillaban como el sol. Su sonrisa era tan radiante y su voz una melodía tan dulce. Desde que la vi, quedé hipnotizado, jamás en mi vida me había sentido así, por lo que, sin querer, terminé enamorado –confesó el hombre, anonadados todos de la confesión.
–¿Pérez? Ese es un apellido bastante raro. Sólo lo he escuchado una vez que yo sepa –explicó Declan, a lo que Albert continuó con la historia.
–Yo debía volver en cinco años, por lo que no pude evitar tener una relación con Fernanda. La visitaba todos los días desde su balcón, le llevaba flores violetas y le contaba historias de nuestro antiguo mundo, a la par que le cantaba canciones con una vieja guitarra que perteneció a su padre. –Fue entonces que Albert mostró el antiguo instrumento, bien conservado, con el cual comenzó a tocar una melodía mientras cantaba con su bella voz.
«Tengo miedo del encuentro
Con el pasado que vuelve
A enfrentarse con mi vida
Tengo miedo de las noches
Que pobladas de recuerdos
Encadenan mi soñar
Pero el viajero que huye
Tarde o temprano detiene su andar
Y aunque el olvido, que todo lo destruye
Haya matado mi vieja ilusión
Guardo escondida una esperanza humilde
Que es toda la fortuna de mi corazón
Volver con la frente marchita
Las nieves del tiempo platearon mi sien
Sentir que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada, errante en las sombras
Te busca y te nombra
Vivir con el alma aferrada
A un dulce recuerdo
Que lloro otra vez».
La canción terminó con todos en silencio y rostros llenos de lágrimas, incluso el de Albert, quien tenía el corazón hecho pedazos. Un sentimiento terrible recorrió el cuerpo de Joseph, parecía estar entendiéndolo todo sin que el hombre terminara.
–Pasaron los cinco años y me tuve que ir. Canté esta canción a mi amada y le prometí que tal vez tardaría, pero que iba a volver a sus brazos para quedarme. –Continuó Albert, con el rostro en alto al tratar de ya no llorar, resaltado su acento madrileño como nunca antes Joseph lo había escuchado.
–¿Qué pasó después?
–Fuimos a la Sierra del alba –respondió Joseph a Emmitt–. Estuvimos explorando esa zona por al menos cincuenta años. Fue horrible, porque estábamos atrapados, pero nuestra terquedad nos decía que era muy posible que ahí se encontrara nuestra líder.
–Todo fue en vano. Rogué a Annastasia irme, pero me lo negó. Más bien me dio la opción de ser leal o irme. Yo hice una promesa, no podía retractarme de lo que le prometí a la elite, a todos. No obstante, también le prometí a Fernanda volver. Estaba entre la espada y la pared, mas decidí que iría a la Sierra y encontraría rápido lo que buscábamos o nada, para estar de nuevo con ella.
–¿La viste?
–No –contestó Albert a Joseph, triste–. Cuando volví, ella ya había fallecido –dijo con una gran amargura en su voz, roto en llanto una vez más, con gimoteos de intenso dolor–. Nunca debí irme, me arrepiento cada momento de mi vida por ello. Fui un estúpido, un egoísta. Yo… nunca debí enamorarme.
–No digas eso –dijo Joseph, ya limpiadas sus propias lágrimas de su rostro–. Nosotros no tenemos la culpa de todo lo que sucedió. Somos humanos, al fin y al cabo, cometemos errores, nos enojamos, nos enamoramos y aprendemos. Es así nuestra vida –explicó el anfitrión, regresada su mirada con enojo a Albert–. ¿Por qué nos cuentas esto? ¿Quieres mi lástima? La tienes, pero no te perdono…
–Ella estaba embarazada –interrumpió el hombre a Joseph, sorprendido aquel de oír eso, conectados todos los puntos por el moreno al momento.