—¿Saben…? —murmuró Max—, este es uno de esos momentos donde no es conveniente aventurarse en los alrededores. ¡Como esas películas donde dice que algunas puertas, o ventanas, nunca deberían ser abiertas! ¿No hay algo así por aquí? Ya imaginarán… «Hay dimensiones que nunca deberían ser visitadas», o parecido, ¿no creen?
—Me estoy arrepintiendo de haberte traído con nosotros —farfulló Owen para sus adentros—, aunque es bueno escuchar una voz alegre.
—¿Le llamas alegre a mi voz? Definitivamente tienes que definir los significados de ciertas palabras en el modo correcto, viejo —soltó Max.
Dylan y Miranda iban al frente, subiendo por uno de los montículos de tierra que ya estaban muy apartados de la zona donde el Baptidzo se encontraba. En pocos minutos llegarían a Fort Lauderdale, y una vez ahí, Max podría hacer su magia.
Owen no lo había llevado, en sí, para alegrar el camino con sus comentarios sarcásticos, o haciendo divertidas referencias a películas conocidas. No. El plan radicaba en que el hacktivista pudiera tener acceso a alguna computadora de la torre de control del Aeropuerto, en Fort Lauderdale. ¿El objetivo? Buscar ondas de calor lo suficientemente altas, y magnéticas, como para encontrar el posible paradero de Aurora, y en este caso, de Bill.
—¿Por qué no nos han atacado los bichos raros que nos rodearon ayer? —preguntó Miranda.
—Al parecer, se encuentran escondidos —observó Owen—. No somos tantos como para servir de amenaza, o un simple tentempié.
—Espero que esas sean buenas noticias —musitó Dylan—. ¿No tiene nada que ver el hecho de que yo sea el líder de la Isla?
—Eso me pondría nervioso —terció Owen—. Recuerda que estas bestias fueron traídas de la Isla Opuesta, creadas por Bill. Su propósito era asesinarme, como líder del Triángulo. Prácticamente sería lo mismo contigo.
—¡Vaya! —soltó Dylan—. Me haces sentir mejor.
El aspecto de Fort Lauderdale no se diferenciaba tanto de cómo lo hubieran imaginado. La falta de luz, así como de vida, era notoria en cada una de las calles que daban al Puerto Everglades, así como a sus subjuntivos puertos. Algunos postes de luz aún tenían energía, sólo que ésta se cortaba cada pocos segundos, provocando un pequeño apagón. Más adelante, camino al aeropuerto, Miranda abrió el camino mediante un par de sigilosos movimientos. No había nada. No había nadie.
—Esto es perturbador —murmuró Owen.
—¿Nunca viste esa película de Will Smith? ¿Soy Leyenda? —musitó Max, mientras avanzaban por la sala central de todo el recinto—. Bueno… estoy comenzando a vivirla en carne propia.
—Aquí no hay zombies —terció Miranda.
—No me preocuparía si los hubiera —dijo Dylan.
—Tienes razón, sería mejor si nos encontráramos con esas rarezas —corroboró Owen—. ¿Trajimos suficiente munición?
La detective se había encargado de llenar la mochila de Max con suficientes cargadores para las pistolas. El problema estaba en que un solo disparo bastaría para llamar la atención de cualquier ser viviente que estuviera en las cercanías.
Owen guió al grupo, junto con Dylan, hasta una puerta que estaba hecha pedazos, liberando el camino hacia la sala de control de mandos. En cuanto comenzaron a internarse en el pasillo, los cuatro sacaron las armas con las que disponían en aquél momento, y avanzaremos lentamente.
—Una vez dentro, Max hará su trabajo —dijo Owen—. Encontraremos a Bill, y nos largaremos de aquí. Espero. Así que… el chico hará la búsqueda, mientras nosotros lo cubrimos. No quiero nada vivo y de grandes dimensiones buscando alimento en la misma habitación que nosotros. ¿De acuerdo?
Todos asintieron con la cabeza ante las instrucciones que se les estaba dando.
—Ya, para de hablar —siseó Owen.
—¡Tú eres el único que está hablando! —le reclamó Miranda.
—¿Qué es eso? —murmuró Max.
Owen no fue capaz de poner atención a la situación hasta entre cerrar bien los ojos y enfocar sus cinco sentidos a su alrededor. Había un siseo, muy cerca del pasillo donde se encontraban.
Siseos.
¿Serían sombras?
—Owen…
Dylan ya estaba sujetando el mango de la escopeta de energía. No por el miedo, o por la inseguridad que él, junto con los demás, estaba sintiendo. Del otro lado del pasillo apareció una criatura de gran tamaño, con su cuerpo aplanado y ovalado. Su cabeza pequeña parecía estar cubierta por una especie de escudo, que formaba parte de su cuerpo, y tenía dos antenas sobre ella; sus piernas, alargadas y espinosas, movían el cuerpo de aquella cucaracha gigante con lentitud.
Los estaba oliendo.
—Definitivamente esto es lo más asqueroso que he visto en mi vida —dijo Max, dando un par de pasos hacia atrás.
—Si las odio cuando miden tres centímetros, imagina ahora que miden tres metros… —soltó Miranda.
—¿Cómo la matamos? —inquirió Max, sujetando a Owen del brazo.
—No tenemos insecticida —farfulló Owen, soltándose de él e indicando al grupo que comenzar a correr por el otro lado del pasillo—. ¡MUÉVANSE!
Era la persecución más extraña que se pudiera haber visto. Dylan tomó a Miranda por el hombro y ambos comenzaron a correr, con Max a sus espaldas gritando todo tipo de comentarios relacionados con películas de ciencia ficción de los años ochentas y noventas que tuvieran que ver con ataques de bichos radioactivos. Owen, a espaldas de todos, disparó un par de balas contra la enorme cucaracha, y les siguió el paso en cuanto el bicho gigante soltara un graznido y comenzara a abarcar grandes distancias con sus patas picudas y peludas.
—¡La sala de control está justo a la izquierda! —bramó Owen.
Dylan se detuvo justo bajo el rellano de una puerta cerrada, y mientras Miranda tronaba el picaporte para abrirla.
—¡Ya está! —soltó la detective en cuanto la sala de control quedó abierta.
—¡Los más jóvenes primero! —gritó Max, entrando a la habitación, seguido por Miranda, que soltaba un quejido por los comentarios del muchacho.