Paralelo [pasajeros #4]

Capítulo 23

Patrick dio click en el botón de enviar, y esperó pacientemente a que el teléfono que tenía en las manos le confirmara tal acción. Estaba nervioso, tenía miedo, incluso pensaba en tirar aquél celular del avión antes de que comenzara el vuelo, pero no sabía si Twigg lo notaría. De hecho, aún no le decía para quién era aquél intento de llamada de emergencia.

Después de haber escuchado a Ben amenazarlo, supo que su lealtad había cambiado de bando. Aquél muchacho había comenzado una bomba contra reloj que Patrick no podía detener. ¿Cómo había sido tan tonto? Se dejó cegar por sus deseos de ir a la Isla. De acudir al Triángulo, que no vio la realidad ante sus ojos; Ben lo estaba usando, y a pesar de que Patrick podía cumplir su más grande anhelo al final del día, ¿qué lo convencía de que Ben no se desharía de él después de todo? No estaba seguro. Ya no tenía la certeza de nada. 

Sólo había una cosa que podía hacer. Contactar al bando contrario, el cual estaba siguiéndole los pasos.

—Necesito hacer una llamada —murmuró Patrick.

—¿No tienes cómo? —Twigg sacó su teléfono y se lo tendió mientras avanzaba hacia el avión—. Ustedes los ricos y sus cosas.

Patrick lo ignoró. Rápidamente, marcó el número de su hermana, y esperó pacientemente a que alguien respondiera.

Lo conocía desde siempre. De hecho, siempre esperaba, aunque fuera algo tonto, que llegara un mensaje de ella diciéndole que acudiera a la Isla. De eso ya tenía años, pero memorizó sus dígitos de tanto tiempo viéndolo en pantalla.

Allori no respondió. Seguro la señal era débil en aquellos momentos. Un mensaje, por lo menos, lograría advertirles. Abrió la bandeja de entrada y escribió el número de su hermana, seguido de un mensaje corto, directo y con la información necesaria que tenía para ella. 

 

Ben planea usar un grupo de mercenarios para limpiar la Isla. De cien a doscientos hombres. 

 

Era su culpa. Todos aquellos hombres habían sido contratados por él. Ahora podía ver con claridad, y si de algo era útil, era informando a los demás. Sabía que Allori seguía viva, y con algo de suerte, rodeada de los Pasajeros a quienes Ben tanto odiaba.

Usó el teléfono de Twigg para así no dejar marcas de la llamada, o del mensaje, que había hecho. Si tropezaba en alguno de sus pasos, Ben lo mataría. A ese grado había llegado. 

El vuelo fue agradable, aunque por dentro sentía que las mismas tripas estaban devorándose unas con otras. Era la ansiedad, el miedo y el pánico del momento. Iría a la Isla. Finalmente iría a la Isla. Su más grande anhelo que tenía desde hacía algunos años estaba realizándose, aunque no del modo en el que él hubiera creído. 

Ben no formó parte de la excursión. Él los iba a ver a las orillas de la Isla Opuesta, para acceder por vía marítima a la Isla. Sólo de ese modo podrían entrar.

—A estas alturas, estarán esperándonos —dijo Ben, unas horas después, en cuanto el numeroso grupo de mercenarios bajaba del avión. 

La Isla Opuesta seguía manteniéndose igual de sombría y oscura. Su césped negro estaba húmedo debido a las tormentas que azotaban el área. Por suerte, una gran capa de neblina se había alzado en sus alrededores, lo cual era de gran ventaja para el camino directo a la Isla. 

Una serie de emociones invadieron a Patrick al momento de ver algunos de los botes que se acercaban sigilosamente a la playa, si es que se le podía llamar así, en la que se encontraban.

—¿Qué demonios? 

Uno de sus hombres soltó un grito ahogado al voltear su mirada hacia el avión. La naturaleza misma lo estaba consumiendo, ya que los arbustos negros que crecían en la maleza comenzaron a engullir parte de su maquinaria. 

—Ya no hay vuelta atrás —Ben apareció entre las Tinieblas, caminando con un paso muy tranquilo, en dirección a Patrick y al numeroso grupo que lo acompañaban—. Caballeros, es un gusto.

—Henos aquí —dijo Patrick.

—¿Quién es este? —le espetó uno de los hombres más fornidos que estaba detrás de Twigg.

Ben frunció el ceño. Era claro que aquél comentario no había sido de su agrado.

El hombre se retorció de golpe, cayó de rodillas, y sus ojos salieron de sus órbitas por un par de segundos. Se llevó ambas manos al cuello, mascullando en silencio, y pidiendo ayuda a los demás con señas. Las venas de su cuello reventaron, y un par de segundos después, el cuerpo inerte del mercenario se desplomó en el suelo.

—¿Alguien más que quiera agregar algo? —Ben alzó su voz para que todos pudieran escucharlo, e intimidarse ante el odio e ira que tenía en su interior—. ¿No? Bien… vamos a hacer las cosas sencillas. Cualquiera de ustedes que no obedezca lo que sea que diga, sufrirá el mismo destino de este hombre…

—Tenía nombre —le espetó uno de sus compañeros.

—Sí, se llamaba Sergio Val —respondió Ben con una sonrisa, sin inmutarse ante los comentarios que recibía—. ¿Qué me dices tú, Eduardo Anaya? 

Se hizo el silencio. Ben conocía el nombre de aquél hombre. De hecho, conocía el nombre de todos los que estaban presentes, y poco a poco, algunos fueron retrocediendo con miradas de pánico y temor. 

—Yo…

—Eduardo Anaya, hijo de padres mineros, en España; hermano de un convicto, y de una mujer que perdió a su hijo dos años después de que terminó su primer dibujo. Graduado con honores de la Universidad de Madrid, dedicado al robo y extorsión para conseguir dinero extra y así poder pagar el hospital donde dicha hermana se encuentra en estos momentos. ¿No es así? ¿Eduardo?

El hombre estaba totalmente paralizado. No podía especular palabra, de hecho, ni respiraba. Había mantenido el aire en sus pulmones, sin siquiera interesarle el asunto de necesitar oxígeno en el resto del cuerpo. Deseaba con toda su alma el no estar ahí, y Ben lo sabía.

—No intenten nada —terció Ben—. Los conozco a todos y a cada uno de ustedes. Puedo ver las Tinieblas en su interior.




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