Patrick despertó, con un terrible dolor en la cara. Lo último que recordaba era el tremendo golpe que alguien le había dado, justo antes de caer sobre la arena y perder el conocimiento. ¿Cuánto había pasado desde entonces? ¿Horas? ¿Días? ¿Ben ya había logrado el control de la existencia? O… ¿acaso todo había sido un sueño?
Poco a poco fue observando el lugar que lo rodeaba. Estaba dentro de una jaula un poco espaciosa, con los barrotes algo oxidados, y con un hueco por donde cabía un plato para de comida con facilidad. Alrededor de la jaula había… ¿qué era? No había nada. Como si estuviera flotando sobre absolutamente nada.
Patrick giró un poco la cabeza y logró ver la corteza de un árbol. De un inmenso e impresionante árbol, y una gran copa del mismo donde sus hojas tenían un color bastante extraño. ¿Acaso era rojo? ¿Qué rayos…?
—Cambia constantemente de color, aunque no sé su patrón —alguien le intentó explicar aquella extraña y peculiar anomalía desde abajo. Un muchacho estaba sobre una explanada de madera, a unos dos metros debajo de la jaula—. Últimamente ha cambiado mucho.
Se trataba de Dylan, quien le dio a entender que la jaula estaba suspendida en el aire, colgando de una cadena.
—¿Qué quieres de mí?
—Vaya modo de hablarle al líder de la Isla —Bill apareció a las espaldas de Dylan, cruzado de brazos.
Aquél hombre le daba miedo. Sus brazos se veían bastante mal. Huesos negros, rodeados de poco tejido y venas, que no parecían molestarle a su dueño. Si Patrick tuviera aquél problema, no podría ni mover un dedo, el dolor sería insoportable. ¿Quién rayos era ese tal Bill?
—Lo siento, yo… —poco a poco, todos los recuerdos de las semanas pasadas fueron cayendo de golpe sobre Patrick. Ben y Aurora visitándolo, el caos en Londres, luego en Nueva York… el ataque a Tokio y a Los Ángeles. Reunir al grupo de mercenarios restantes para llegar a la Isla Opuesta, y de ahí, a la Isla principal del Triángulo; fingir ser Ben para despistar a sus adversarios... finalmente, el haber asesinado al único hombre de confianza que tenía en su vida: Twigg. Dejó a su esposa y a su hija sin un marido y padre, respectivamente. ¿Qué clase de monstruo era? —. No sé qué me ocurre.
—Intenta portarse bien para que lo soltemos —se mofó Bill.
—¿Dónde están mis hombres? ¿Qué demonios fue lo que los devoró en el mar…? ¿Dónde…?
Intentó aferrarse a los barrotes para tener una mejor visibilidad de su entorno; al momento de echar un vistazo, el estómago se le encogió bastante. La jaula estaba suspendida sobre el aire, sí, y siendo sujetada por una cadena que resultó ser su salvación a una caída libre de, por lo menos, doscientos metros. No podía ver más allá. Aquél árbol debía ser más grande de lo que pensó. Era magnífico.
—Tus hombres están encerrados en la Nueva Colonia —le explicó Dylan—. Ahí están a salvo, seguros de todas las criaturas que protegen la Isla. En cuanto a tu segunda pregunta, se trataba del megalodonte.
—¿El tiburón gigante que se extinguió hace miles de años?
—El mismo —le sonrió el muchacho—. No está extinto, como podrás ver, sin embargo, sólo habita estas aguas. Rodea el Triángulo, lo cuida junto con criaturas mucho más grandes y aterradoras.
Patrick tragó saliva. Aquello era muchísimo más de lo que había esperado. De lo que había anhelado.
—Te encuentras en el Árbol Milenial —continuó Bill, aún con el semblante enseriado y mirando directamente a su jaula—. El centro de la Isla. Echa un vistazo.
Patrick asintió, con lentitud, mientras giraba sobre su cuerpo. Le daba miedo que el peso fuera un factor importante a tomar en cuenta para que la jaula siguiera en aquella posición. Un movimiento en falso y sería su final. Al momento de girar, pudo notar algo que no había notado antes, quizá por el poco tiempo que llevaba consciente.
Un desierto. Los rodeaba un desierto demasiado extraño. Más allá de sus blancas arenas, había un horizonte verde que se expandía hasta los límites de su vista, donde el cielo azul y el suelo se combinaban y se perdían entre varias nubes. Estaba en la Isla. La Isla que no debería existir, pero ahí estaba.
—Es el corazón de todo el Triángulo —añadió Dylan, al ver que Patrick comenzaba a impresionarse con lo que le rodeaba.
—¿Por qué me retuvieron a mí en este lugar? —preguntó Patrick—. ¿Por qué no encerrarme con mis hombres?
Ahí fue donde supo que algo estaba pasando. Dylan miró a Bill, y éste le regresó la mirada, como si ocultaran un secreto demasiado profundo. Como si ambos supieran algo que Patrick ignoraba.
—En cuanto saliste del cuerpo de humo en forma de Ben, vi tus expresiones, tus miedos, tu sentir —explicó el muchacho—. He sido el líder de esta isla por tres años, y ha sido el tiempo suficiente para ver esas mismas miradas reflejadas en el miedo, en la culpa, en la desesperación.
—¡Está bien, está bien! —soltó Patrick—. ¿Quieres burlarte? ¿Es eso?
—¿Acaso no escuchas bien? —farfulló Bill, bajando los brazos y acercándose al borde de la explanada—. ¡Presta atención!
—Has hecho cosas a lo largo de tu vida de las cuales no estás orgulloso, ni satisfecho —Dylan lo dijo con tanta naturalidad que ya no parecía un muchacho mayor a los veinte años… ¿por qué hablaba como si se tratase de alguien mucho más maduro de lo normal?—. Cosas para lograr tus anhelos, aunque eso cause dolor en las personas.
¿El muchacho estaba en lo cierto? Claro que lo estaba. Patrick había enfocado su dolor y rencor que sentía por su hermana hacia las demás personas, y mediante sus más sombrías acciones. Mucho antes de conocer a Ben, él ya era así. Cobraba demás a sus trabajadores. Los obligaba a trabajar, a rendir cuentas, y pagaba lo mínimo. Despedía a cualquiera que lo decepcionara, o que fallara en alguna orden, y eso sucedía muy a menudo. Era un jefe terrible.
Independientemente del trabajo, Patrick tampoco tenía alguna relación sentimental. Toda muestra de afecto hacia una persona fue reprimida por el odio y la ira que había en su interior, y eso obligó a las demás personas a alejarse de él por miedo a ser lastimadas. Con sus padres también había sido un completo patán. En los cumpleaños de ambos, les enviaba una canasta con vino, y una carta de felicitaciones, con el sello de la compañía que ellos mismos le habían heredado. Era un completo desagradecido.