Dylan estaba sentado, en lo que era un pequeño banco de madera, frente a una pared de piedra que se había vuelto un librero de grandes proporciones. En él había libros de bastante antigüedad, así como tomos más modernos. Muchos de ellos eran tan viejos, que el encuadernado apenas y era reconocible; el color de sus letras se había desgastado con el tiempo, y su lomo estaba deshojando al ejemplar completo.
Había todo tipo de libros en aquél librero impresionante. Don Quijote de la Macha, Cien Años de Soledad, La Ilíada, El Principito, Huckleberry Finn (este lo había rescatado Dylan de la Colonia, antes de que fuese destruida), entre otros libros. La gran mayoría habían ido a parar ahí por decisión de Selina, ya que murmuraba diciendo que muchos de los colonos en la Nueva Colonia preferían hacer otras actividades que leer. Eso reconfortaba mucho a Dylan. Era su biblioteca privada, por así decirlo, y aunque durante muchos años no fue fanático de la lectura, en la Isla cambió mucho ese pasatiempo.
El chico era de los pocos que tenían acceso al Árbol Milenial. Claro, él podía debido a que era el líder de la Isla. En ello no había ningún problema; pero después de él, sólo un pequeño grupo de personas podía entrar. Entre ese grupo estaba Selina, Liam, Matt (su mejor amigo, que en esos momentos estaba en el mundo real, en la Dimensión Uno, con su familia), Owen (aunque tenía ya tiempo de no haber pisado la Isla), Brad, y la enfermera de la Nueva Colonia, llamada Audrey.
Cualquier persona podía pasar, si venía acompañada por Dylan. Por eso, unas semanas atrás, James, Max y Miranda pudieron tener el acceso sin ningún problema. Y en esos momentos, Bill, Aurora y Patrick podían estar ahí sin el resentimiento de las criaturas que rodeaban el Árbol.
El mejor mecanismo de defensa que tenía el centro de la Isla era el Desierto sin Gravedad. Los centinelas, criaturas de metal con vida propia que disponían de diferentes razas formando animales mecánicos, emergían de vez en cuando de sus inestables arenas para impedir el paso a cualquiera que quisiera pasarse de listo y llegar a la zona más bella del Triángulo.
Muchas cosas pasaban ahora por la cabeza de Dylan. Había tanto en juego, sin embargo, aquellos momentos de paz fueron suficientes para que pudiera investigar más de su pasado. Más de su vida entera.
El Árbol Milenial era un lugar donde se podía vivir, eso lo entendía Dylan. Pero, por muy hermoso que fuere, el prefería recorrer la Isla junto con Selina. Conocer sus cascadas, sus ríos y lagos, congelarse en los glaciares, caminar por sus bosques. La Isla era un lugar perfecto. Y aunque el Árbol ofrecía todo lo que un líder pudiera querer en un lugar así, Dylan sólo iba una vez cada pocas semanas.
Desde que había aceptado su destino, su propósito, había visitado el Árbol una docena de veces, las cuales fueron suficientes para encontrar una habitación a la que sólo él tenía acceso. Una cámara donde cada líder, año tras año, debía colocar su marca. Una mano pintada, recorriendo un muro bastante largo, formando una especie de árbol genealógico.
Dylan estuvo ahí varias horas, ni él sabía cuántas. Le costó entender aquella línea que llegaba hasta él. Desde los dos primeros pobladores de la Isla, guiados por Elías, hasta la fecha, donde el era el último en haber puesto su mano, junto con la de Selina. Intuía que algún día, su hijo o hija colocaría su mano, junto con la persona que lo apoyaría en aquel mandato. Eso era entendible.
Pero las respuestas que fue a buscar, quién era el reflejo de Aurora, y si debía buscar a su hermana perdida, se vieron un poco en segundo plano al descubrir el papel de los Pasajeros en aquella travesía.
Dylan ahora entendía todo. Absolutamente todo. Entendía la razón del Atlantic 316. Entendía porqué 200 Pasajeros. Entendía las razones por las cuales el Triángulo permitía todo eso. Había entendido la travesía, las pérdidas, las dificultades, entendía todo.
Y para sorpresa de él mismo, sabía cómo iba a terminar todo eso.
—¿Lo tienes?
Selina siempre llegaba en el momento justo para regresarlo a la realidad. Su soporte, su apoyo, su mujer, como a él le gustaba decir en broma. Era su esposa, a fin de cuentas… se habían casado no con una boda llena de lujos y cientos de invitados. habían contraído matrimonio en una playa, horas antes de que Dylan y Owen emprendieran el viaje hacia la última batalla con Bill. Ahí fue donde Dylan se dio cuenta que las mejores cosas de la vida no necesitaban redoble de tambores, fotografías o video. Sólo un grupo fiel de personas para poder inmortalizar esos recuerdos.
El muchacho seguía sentado en el banquillo, frente a los libreros de antaño. Sobre sus manos tenía una piedra grande, extraña, como si fuera un gran tabique en forma hexagonal. En su superficie había un triángulo trazado. ¿Con qué? Pudo haber sido una navaja, o una simple pluma. Quien quiera que lo hubiera trazado, sabía y entendía su propósito, y aquella piedra debía estar ahí desde los inicios de la vida en la Isla.
—¿Dónde encontraste eso?
—En la sala… que está detrás de los libreros —dijo Dylan.
—¿El árbol genealógico? —se sorprendió la chica. Selina tenía tanto tiempo ahí, que sabía exactamente a qué se refería el chico—. Entonces…
—Encontré algo mucho más grande —murmuró Dylan—. Algo inmenso. Eterno. Perfecto.
Le costaba trabajo hablar. Su cabeza ahora era un mar de pensamientos. Un huracán de emociones. Desde que había encontrado a James, y a los demás Pasajeros en la bahía, aquella mañana, se preguntó cuál sería el desenlace de la aventura. Sabía que todo ocurría por una razón, y que el Triángulo no estaría equivocado en esta travesía, pero siempre le costó un poco entender hacia donde se dirigían. ¿Cuál era la meta? ¿Donde terminarían?
Ahora lo sabía.
—¿Encontraste a… tu hermana?
—Sí —musitó Dylan, mirándola por primera vez en aquél rato—. Pero eso no importa mucho ahora. Importa lo que va a hacer James.