En ocasiones todos a tu alrededor conocen con claridad tu futuro menos tú.
Durante el fin de semana todo transcurrió normal. Planeación de clases. Revisión de los trabajos de los estudiantes, incorporación de notas en plataforma, lavado de ropa y aseo.
Mi querida hermana menor me visitó el domingo en la tarde, mi sobrino felizmente destrozó todo lo que pudo y nos mofamos de mi cuñado todo lo posible.
Es una vida normal, corriente, sencilla. Me gusta mi vida, nunca me he quejado. Tal vez habría deseado que mi madre viviera un poco más (mi padre murió cuando éramos niñas y ella lo fue todo para nosotras), sin embargo, el párkinson es una de esas enfermedades que te quitan hasta la posibilidad de interactuar con los seres queridos.
Mamá vivió sus últimos dos años confinada a una cama con colchón inflable, alimentada por un tubo en su estómago, entumecida en forma fetal y forzando sus labios para poder sonreír. Por eso, su muerte, aunque me resquebrajo el alma, fue de descanso para ella. Esa madrugada, entonaba una alabanza para mamá, vi tanta paz en sus ojos que brillaban como expectantes. De un momento a otro dio un suspiro y me quedé sola.
Lloré, llamé a mi hermana, la sepultamos y nunca más nos separamos hasta que se casó. De eso hacía cuatro años. Pero es un recuerdo tranquilo que me permitía saber que aún mi corazón funciona adecuadamente.
Cuando mi pequeña familia se fue quedé dormida en el sofá mientras leía un libro.
***
La tarde era fresca, debajo de un árbol frondoso en el parque de la marina yo leía un texto para elaborar el informe solicitado por uno de los profes. Él, tirado de espaldas tarareaba una canción en una lengua desconocida, me acompañaba a estudiar solo por el placer de mi silenciosa compañía. Me había dicho que mi silencio era relajante. Su presencia no dejaba que me concentrara en la lectura. Lo quedé mirando fijamente y le acaricié el cabello. Él extendió su mano para acariciar mi rostro. Antes de llegar a tocarme se desvaneció en cenizas.
Desperté con un hueco en el corazón. El mismo de siempre.
Conduje despacio para poder observar el camino con detenimiento. Árboles, ardillas, aves, todo me hizo evocar mi sueño.
Al entrar en sala de profesores, la mayoría me sonreían, algunos me felicitaron y un par de compañeros voltearon su cara ignorando mi presencia y el revuelo que está provocó.
Divisé en el fondo a la coordinadora. Martha con una sonrisa amplia me abrazo:
- Felicidades, fuiste seleccionada. Sé que fue rápido, pero en secretaría de educación gusto mucho tu ensayo y la convocatoria ya tenía tiempo de estar colgada en la página.
¿Cuál ensayo?
¿Seleccionada para qué?
¿Cuándo envié yo una solicitud?
¿Estaba soñando otra vez?
- Querida Martha, ¿me podrías informas cuando envié el ensayo a la SED? - pregunté en tono bajo, solo para ser escuchada por mi directa interlocutora, quien me sacó del sitio para responder sin ser escuchada.
- Abigail, envié tu reflexión crítica acerca del estado de derecho, lo siento, siempre he creído que tus fortalezas deben llevarte más allá de tu zona de confort- sus ojos enternecido tocaron algo en el fondo de mi ser.
- Y ¿A dónde se supone que me voy? ¿o qué se supone que logré? - pregunté levantando una ceja.
- Eres becaria para el doctorado de convivencia y paz. – aplaudió y dio saltitos como una adolescente.
- Y …- sabía que había algo más.
- Debes viajar esta misma semana porque tus estudios requieren de mucho trabajo de campo- se me cayó la boca al piso.
Resultó que mi beca era bien pagada, debía realizar inicialmente una inmersión con una comunidad indígena en el Amazonas para gestar el proyecto de tesis doctoral a partir de la observación directa y un montón de archivos cargados en mi portátil. Me vi siendo despedida en el aeropuerto, con abundantes lágrimas de mi hermana, abrazos de mi amiga, besos de mi pequeño sobrino, una maleta a cuestas y la extraña sensación de que nada era real.
Sentí la realidad de golpe cuando hice el trasbordo en avioneta, aterricé en una pista de tierra en medio de un montón de árboles y me recibió en una casita de bareque una mujer de cabello castaño, ojos profundos, negros, alta, esbelta, fuerte, hermosa, de esas que uno nunca puede decir en realidad cuantos años puede tener.
- Soy Rosmery- me tendió una mano formal, amable en realidad- bienvenida. Me envió el cacique a recogerte, iremos en montura, espero que no llegues demasiado cansada, son unas dos horas selva adentro. Estoy segura de que te gustará el lugar.
- Gracias.
Y así emprendí la tortura a mi delicado trasero. Mi maleta iba en otra bestia de carga, dos indígenas escoltaban a la mujer a quien la selva literalmente le abría paso, pues yo me habría perdido entre la maleza y los árboles, todo me era muy similar.
Exactamente dos horas después se abrió ante mis ojos un pequeño pueblo en medio de la selva. Las viviendas eran de material, las enredaderas subían por los techos, algunas tenían flores de todos los colores, un pequeño arroyo pasaba cerca, los animales domésticos circulaban sin restricción y varios niños corrían de un lado para otro entre risas. Realmente era bonito a su rustica manera. A la izquierda en una explanada había un grupo de hombres practicando con flechas y arcos artesanales.
Me acerqué un poco, me pareció divertido.
El hombre que tiraba usaba pantalones occidentales, suéter sin mangas, una larga trenza negra. Dio en el blanco con una perfección que hizo que pareciera realmente fácil. Me dieron ganas de aplaudir. Al voltear hacia el grupo sus ojos se encontraron con los míos. Todo el dolor que sentía en mi cuerpo por la larga cabalgata se esfumó, el hueco en mi pecho se abrió por completo, la respiración se me cortó.
Rosmery me miró con extrañeza cuando notó que no me movía, quise salir corriendo de aquel lugar, todo el odio que llegué a sentir por mí misma afloró de golpe, contuve las lágrimas con un esfuerzo sobre humano: Era él.