Parfum

Capítulo 4

Mi puto ángel en pijamas

 

La calma me desconcierta. Seguro fue una pesadilla, sí, debió ser eso. Extiendo la mano y me sorprendo al no encontrar el resto de mi cama. Abro los ojos y lo veo sentado en el sofá de enfrente, con las piernas abiertas, los codos apoyados en ellas, las manos unidas y su mirada fija en mí. El corazón se me acelera, me siento de golpe y me hundo en el sillón en el cual descansaba buscando aumentar la distancia entre nosotros.

—Comenzabas a preocuparme —dice sentándose apropiadamente.

—¿Quién es usted? —inquiero sin bajar la guardia—. ¿Dónde estoy?

—De nada, ¿no? —contesta levantándose y tomando un bowl con agua rojiza de la mesa y metiendo en él un paño con manchas del mismo color.

Me deja sola y confundida, miro a mi alrededor buscando una salida, agudizo el oído intentando descubrir dónde está y qué planea; pero no consigo ni puerta de escape ni conocer sus intenciones. Pronto sus pasos vuelven a sonar demasiado cerca, mi cuerpo se pone en alerta y mi respiración se agita al darme cuenta de la horrible realidad: Mauricio intentó violarme.

—Supongo que tienes una buena historia para lo que acaba de suceder —comenta volviendo a sentarse frente a mí—, o al menos eso espero para justificarme con la policía cuando vengan a arrestarme por haber golpeado a un menor.

—No era menor —digo un poco más calmada, pero aún alerta, finalmente reconozco a mi salvador.

—Eso es un alivio porque quedó babeando la vereda de enfrente... —murmura más para sí mismo que para mí, ante mi mirada asustada añade—: No te preocupes, tampoco le di tan duro.

Vuelve a la posición en la que lo descubrí cuando desperté y su expresión me resulta aún más intimidante.

—Te escucho —asegura dejándome claro que no tengo opción.

—Era una cita, al principio todo fue terriblemente mal, pero cuando me estaba por ir él no me dejó, me siguió fuera del bar y me atacó —sintetizo esperando que sea suficiente como para que me deje ir.

—Tuviste suerte —señala ante mi apresurado resumen—. Estaba por ir a dormir, como podrás ver —dice incorporándose y señalando su cuerpo vestido por una remera blanca y un pantalón gris de algodón.

—Gracias, creo que es mejor que me vaya a casa —susurro sintiendo que molesto.

—Aún no, quisiera revisarte —dice poniéndose de pie y acercándose a mí—. Tranquila, soy médico —añade ante mi mirada aterrada.

A pesar de que aún me siento amenazada, lo dejo revisar mi cabeza tranquilo, después de todo, no creo tener el valor para acudir a una sala de emergencias y explicar lo que sucedió.

—Todo parece bien —comenta palpando suavemente mi cráneo—, en cuanto te vi tirada en el piso y con el cuello cubierto de sangre supuse lo peor, te traje a casa y comencé a limpiarte buscando alguna herida, pero no había nada. Pensé que quizá te cortaste el cuero cabelludo, pero tampoco. ¿Cómo acabaste cubierta de sangre? —indaga alejándose nuevamente de mí.

—Lo mordí —susurro sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo.

—Disculpa, ¿cómo? —inquiere asombrado.

—Lo mordí —repito un poco más alto—, él intentó besarme y lo mordí.

—Eso fue muy valiente de tu parte —señala regalándome una sonrisa compasiva.

—Pero no compensa la estupidez de salir con él en primer lugar —digo sintiéndome la más tonta del mundo.

—No se pueden saber esas cosas con un solo vistazo, solo las descubres cuando están a punto de suceder.

Asiento y me limpio las lágrimas que comenzaron a recorrer mi rostro silenciosamente. Inspiro hondamente y me pongo de pie, no sé dónde estarán mi bolso y mis zapatos, pero poco me importa, esto podría haber acabado un millón de veces peor.

—Te agradezco por todo, disculpa, ¿cómo te llamas?

—Dante —contesta comenzando a caminar hasta un pequeño mueble. Toma el teléfono y pide un coche, luego saca dinero de un cajón y extiende la mano hacia mí diciendo—: Para el taxi.

—No te preocupes, lo pagaré en casa. Ya hiciste mucho por mí y te estaré eternamente agradecida.

—Como quieras —responde volviendo a soltar los billetes dentro del cajón—. Por aquí —añade comenzando a caminar.

En silencio lo sigo hasta la puerta, primero sale él y revisa que todo esté en orden afuera; luego me deja el paso libre. Instintivamente miro al rededor y pronto descubro que lo que ocurrió fue en la vereda de enfrente, pero no hay nadie esperándome enojado. No decimos nada hasta que la llegada del taxi nos obliga a despedirnos.

—Adiós y muchas gracias por todo —digo subiéndome al auto.

—No hay de qué, solo ten más cuidado la próxima vez —puntualiza cerrando la puerta del coche.

El taxi arranca en cuanto le doy la dirección al chofer, giro en mi asiento y lo veo aún parado en la vereda, siguiendo con la vista mi partida.




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