No me podía creer que fuera a ceder al chantaje de Marcus, pero ahí estaba, sacado mis mejores argumentos para conseguir convencer a Dylan que mis sentimientos hacia él eran los de una buena amistad. Me sentía realmente rastrera, pero me estaba quedando sin salidas, y si realmente ceder a sus exigencia su ponía que Marcus me dejara en paz los siguientes años, tenía que intentarlo. El precio era demasiado bueno para negarme.
Era cierto que mis sentimientos hacia Dylan eran de simple amistad, pero me daba rabia que la posibilidad de algo más se hubiera visto truncada por los caprichos de Marcus. Ahora tendría que hablar con Dylan e inventarme alguna excusa para que mantuviera sus ideas románticas a un lado, porque me negaba en redondo a perderlo como amigo. Marcus cedió a mi petición, y yo tuve que morderme la lengua para no mandarlo a la mierda con sus impertinentes exigencias.
La posiblidad de quedar con Dylan se presento unos días más tarde. Me armé de valor y me preparé para mentirle como una bellaca. Terminé por decirle que no estaba preparada para empezar algo más serio: que me gustaba, pero que hacía muy poco que había salido de una relación de tres años y todavía no lo había superado; que necesitaba tiempo para saber si mis sentimientos por él eran más fuertes de lo normal; que no quería perder su amistad, ya que para mí era muy importante tenerle como amigo, pero si él no quería yo lo entendería. Dylan me sacó de mi error y me dijo que él podía esperar; que sus sentimientos por mí iban más allá de ser simplemente amigos, pero que entendía mi situación. Creía que merecía la pena intentar tener algo más serio. Estaba de acuerdo conmigo en que prefería que de momento fuéramos amigos, porque de esa manera nos conoceríamos mejor. Yo me alegré de su respuesta, pues perder a Dylan no me hacía ninguna gracia. En cierto modo Dylan; me gustaba. Era un remanso de paz en comparación con la tormenta que Marcus me hacía sentir en mi interior. Todo con Dylan era fácil: no había enfrentamientos ni conflictos incompresibles. Era como llegar a casa después de un día agotador, ponerte tu ropa más cómoda y sentirte relajada y tranquila. Eso era lo que me aportaba Dylan, dulce y compresivo. Si él llegara a enterarse de lo que Marcus me había obligado a hacer no creo que le hiciera mucha gracia, pero debía tener mi boca cerrada. Ni siquiera se lo había contado a Kira, porque en el fondo sabía cuál sería su respuesta. Preferí mantener en la ignorancia a mis amigos por una sutil paz con mi más férreo enemigo.
El campus, a esas alturas de diciembre, estaba cubierto de un manto blanco de nieve. Llevaba algunas semanas nevando sin parar y yo había caído en una especie de melancolía: echaba mucho de menos el sol, la playa, a mi abuela y a mis amigos. Todos andábamos algo ajetreados y el castigo con Marcus estaba a punto de terminar, ya que esa misma noche era el gran baile. Los exámenes concluían. En cuestión de una semana todos nos iríamos a casa a pasar las fiestas navideñas. Ansiaba que eso llegara. Necesitaba estar con mi familia.
Me encontraba en el salón de actos, dando los últimos toques al decorado. La mayoría ya se habían marchado a prepararse para el baile, incluido Marcus. Empecé a observar lo bonito que se había quedado todo: el impresionante árbol de navidad en un rincón junto al escenario, las cadenas de estrellas cayendo del techo, bolas de Navidad, los instrumentos musicales presidiendo el escenario adornado con luces. Las luces del gran árbol relucían como cientos de luciérnagas. Las mesas estaban adornadas con manteles blancos y flores navideñas. El ambiente me calentó por dentro, recordándome que pronto estaría en casa. Me contagié de toda la magia que se respiraba en el salón y, sin darme cuenta, me subí al escenario. Cogí la guitarra y empecé a tocar, recordando con añoranza la vieja canción de cuna que mi abuela me tocaba cuando era pequeña. Cerré los ojos y me transporté al pasado, viendo en mi mente las imágenes de antaño. Toqué con el corazón, transmitiendo en cada nota la añoranza de todos los momento felices que había compartido con mis seres más queridos; mi madre, mi abuela, Pam y su familia. Todas esa cenas de navidad, todos los aniversarios, cumpleaños, las barbacoas de los domingos, el gran árbol. Les canté a todos. Cuando terminé abrí los ojos, esperando en mi tonto sueño verlos delante de mí a todo ellos, pero solo oí un aplauso acompañado de unos chillidos.
—Uhhh uhhh. ¡Eso ha sido increíble, Lia! ¿Desde cuándo tocas y cantas así? Lo haces genial —exclamó Kira llena de euforia.
—Venga Kira, más que tocar yo diría que maltrato la guitarra, sin entrar en lo de cantar.
—En serio Lia, lo haces de fábula. ¿Quién te enseñó?
—Mi abuela. Cuando tenía ocho años me regaló su guitarra.
—¿Quieres decir que la guitarra que hay en tu cuarto no es un mero adorno?
— Kira , ¿por qué iba a tener una guitarra si no supiera tocarla?
— ¿Tal vez porque va con tu atuendo o queda bien con el color de tu pelo?
—Eso es un poco absurdo, por no decir idiota.
—No creas, te sorprendería la cantidad de amigos de mis padres que tienen en sus casas todo tipo de instrumentos y ninguno de ellos logra dar ni una sola nota, pero queda bonito para decorar cualquier rincón.
—Definitivamente Kira, tienes que cuestionarte el dejar de relacionarte con gente tan rara.
—Lamentablemente, tienes razón. Mi mamá compró un piano carísimo solo para acompañar las increíbles vistas de nuestro piso en Manhattan. Según la decoradora, en el piso quedaba muy chic, así que te puedes imaginar el tipo de descerebrados con los que tengo que convivir.