Tres horas más tarde me encontraba delante de un imponente edificio, enfundada en un traje de chaqueta, tipo ejecutivo, que Kira me había prestado. Me había recogido el pelo en un moño de estilo francés, dándome un aspecto sobrio. Para terminar mi disfraz, unas gafas con falsos cristales graduados me hacían parecer una alta ejecutiva. Cuando me miré en el cristal de la amplia puerta no me reconocía ni yo misma.
—Si me viera mi abuela pondría el grito en el cielo. ¿Realmente esto es necesario? —pregunté algo irritada, mirando la cara de mi amiga que hacía verdaderos esfuerzos por no echarse a reír.
—No te quejes, yo no estoy mejor que tú. Además, estás guapísima, de verdad. Si te viera por la calle no te reconocería.
—No entiendo por qué tenemos que ponernos estos estúpidos trajes y hacernos pasar por ejecutivas.
—Porque, aunque te parezca increíble, si nos presentáramos con nuestros atuendos habituales, antes de haber puesto un pie dentro estaríamos fuera. Créeme. Sé de lo que estoy hablando.
—Pero Kira, no entiendo lo de los disfraces, ¿qué más da? Cuando llegue a recepción y diga al portero de turno que soy la hija de Jon Travis no creo que nos impidan subir.
—Sí, un plan genial. Si llegas diciendo que eres la hija de Jon Travis corremos el riesgo de que te encierre bajo llave en una isla perdida en mitad del océano hasta que te case con Marcus. Tu padre tiene poder, y eso significa medios para llegar a sus fines, con o sin tu consentimiento. Creo que a estas alturas a tu padre le importa muy poco lo que tú pienses al respecto. En cualquier caso, el plan es pillarlo desprevenido. Así que repasemos todo por última vez, ¿de acuerdo?
—Está bien: llegaremos a la planta treinta, donde están las oficinas y el despacho de mi padre; tú entretendrás a la recepcionista mientras yo me cuelo, haciéndome pasar por una empleada del departamento. El siguiente paso será localizar el despacho de mi padre y actuar con rapidez.
—Eso es. Y una vez allí ya sabes lo que tienes que conseguir.
—Sí, eso no será problema, te lo aseguro. Tengo años de rabia contenida deseando ser soltada.
—Pues entonces, tigresa, a por él. No dejes ni los huesos —soltó Kira con una sonrisa perversa.
—Kira estás disfrutando, ¿verdad? —dije algo asustada por ese gesto.
—Bueno, es agradable saber que si esto sale bien se va a hacer justicia después de tanto años. ¿No te sientes como una de esas vengadoras de la Marvel? —soltó Kira con tono desenfadado.
—Sí, soy la viuda Negra, ¡no te jode! —dije con retintín dirigiéndome con paso decidido detrás de Kira.
Tal y como lo habíamos planeado, llegamos hasta el ascensor, camuflándonos entre la masa de gente: la mayoría iban vestidos como nosotras. Nadie nos interrumpió en nuestra caminata por el lujoso vestíbulo y subimos directamente al ascensor. Kira parecía muy cómoda en su papel. Pulsó el número del piso y me guiñó un ojo mientras sonreía. Cuando llegamos a nuestra planta, varias personas más se bajaron con nosotras y nos encaminamos con el grupo hacia un mostrador, en el cual había una chica joven y mona. Algunas de las personas que iban delante de nosotras pasaron de largo hacia unas amplias puertas situadas a la izquierda; otras se dirigieron hacia la derecha. Kira se acercó al mostrador y, con tono seguro y desenvuelto empezó a hablar con la recepcionista. Yo me quedé rezagada y aproveché el momento en el que la recepcionista miraba atentamente los papeles que Kira le mostraba para precipitarme con rapidez a través de la puerta. Solo había andado unos pasos cuando, enfrente de mí, apareció un enorme panel sujeto a la pared que mostraba los nombres de los altos cargos de la empresa y los números de los despachos correspondientes. Eso me facilitó el trabajo. Después de unos segundos pude identificar en la plaquita el número que iba pegado al nombre de mi padre: era el diez. Me dirigí, con los nervios comprimiéndome el estómago, hacia una amplia zona llena de cubículos, pequeños despachos que parecían un laberinto. Agaché la cabeza y recorrí encorvada el camino hacia la salida. Llegué a otro pasillo, con un gran rellano en forma de semicírculo. Miré con atención el abanico de puertas que tenía delante de mí, fijando mi atención en la central: en ella había una placa plateada y, grabado con elegancia, estaba el nombre de la persona que buscaba. Cogí aire, como cuando te vas a capuzar en la piscina y, con un fuerte empujón, abrí la puerta, preparándome mentalmente para una lucha cuerpo a cuerpo con la secretaria de mi padre.
Miré agitada en todas direcciones esperando encontrarme con Cora, pero no estaba allí: el despacho estaba vacío. Solté un resoplido mental de alivio. La suerte me estaba acompañando en esta campaña. Me precipité hacia la única puerta que estaba cerrada y a la vista. Sin llamar, me colé en su interior, dirigiéndome hacia la enorme mesa que estaba en el centro de la estancia y con pose segura, nada más lejos de la realidad, me planté delante de la mesa de mi padre. Éste levantó la cabeza a la vez que se ponía en pie, mirándome directamente a los ojos con una actitud agresiva y enérgica.
—¿Quién se cree que es usted para entra así en mi despacho? No sé cómo Cora lo ha permitido… Cora, ¿dónde estás? —dijo levantado la voz.
—Vaya, no sé el porqué de esta reacción, pero, la verdad, no me sorprende. Es compresible que no me reconozcas.
Mi padre agudizó la mirada, y me observó con detenimiento.
—Lia… ¿eres tú? —dijo algo sorprendido.
—Sí, papá, soy yo. No me esperabas, ¿verdad? ¿Te he sorprendido? Verás, pasaba por aquí, rumbo a casa, y decidí entrar a saludarte y tener una entrañable y cálida conversación paterno-filial.
—Ya veo. Víctor me llamó para decirme lo molesto que estaba por tu reacción con respecto al contrato. Le he asegurado que eso no cambia nada: te casarás con su hijo.
—Siento disentir, pero no va a ser posible. No me voy a casar con nadie. Si tanto quieres cobrar tu deuda, cásate tú con él.