Bogotá. Octubre.
La lluvia caía como un susurro sobre los tejados antiguos del barrio La Candelaria. El pavimento mojado brillaba con la luz amarilla de los faroles coloniales, y yo, Valeria, caminaba con paso firme hacia un destino que no conocía del todo.
Era una noche cualquiera, o al menos eso creía.
Había terminado de dar una conferencia sobre literatura erótica en una pequeña librería cultural. Hablé de palabras que arden sin mostrar la piel, de miradas que recorren más allá de lo visible, y de cómo el deseo se esconde en los silencios. La audiencia fue cálida, curiosa. Algunos tomaban notas, otros simplemente sonreían. Pero él… él no apartaba la mirada de mí.
Estaba de pie en la parte trasera, con una gabardina negra y un gesto que no supe descifrar. No parecía impresionado. Parecía... interesado.
Cuando la charla terminó, él se acercó.
—Te escuché —dijo sin preámbulos—. Pero más que eso, sentí lo que decías.
Me quedé quieta. En parte halagada, en parte desarmada.
—Entonces tal vez entendiste más que muchos —respondí, bajando la mirada con una leve sonrisa.
—Soy Julián. ¿Puedo invitarte un café?
No solía aceptar invitaciones improvisadas, pero había algo en su tono de voz, pausado y firme, que se colaba entre mis defensas como una melodía olvidada. Dije que sí. No lo pensé demasiado.
Caminamos hasta un pequeño café, uno de esos con paredes de ladrillo, música suave y aroma a libros viejos. Nos sentamos en una esquina, alejados del ruido. Julián hablaba poco, pero cuando lo hacía, elegía las palabras como si fueran caricias.
—¿Siempre escribes sobre deseo? —preguntó, acariciando su taza.
—No solo escribo sobre eso —respondí—. Escribo sobre lo que no se dice, sobre lo que la piel recuerda aunque el tiempo pase.
Él me miró fijamente. Tenía los ojos de alguien que ha vivido cosas difíciles, pero que aún guarda ternura. Esa combinación... peligrosa.
No me tocó. No fue necesario. Sentí su cercanía como un fuego suave que se desliza sin permiso.
Cuando nos despedimos, su voz rozó mi oído:
—Valeria... no sé si fue tu voz o tus palabras, pero esta noche será difícil de olvidar.
No hubo besos. No hubo promesas.
Pero cuando cerré la puerta de mi apartamento, sola, sentí cómo me temblaban las manos. Me quité los tacones, me serví una copa de vino y me recosté sobre el sofá. Cerré los ojos. Recordé su mirada. Y me estremecí.
No por lo que pasó.
Sino por lo que intuía que iba a pasar.
Editado: 19.06.2025