Dormí inquieta esa noche. No por pesadillas, sino por algo más profundo: una ansiedad que me nacía en el pecho y se me instalaba entre los muslos.
Me levanté temprano, aún con el eco de su voz en mi memoria. Preparé café —fuerte, sin azúcar, como siempre— y abrí el portátil para seguir escribiendo. Pero las palabras no salían como de costumbre. Todas querían girar en torno a él.
Julián.
Su nombre tenía una textura particular en mi mente. Era como una promesa.
No esperaba volver a verlo. No sabía si había sido solo una coincidencia, una conexión efímera de esas que la vida ofrece como destellos y luego se lleva.
Hasta que recibí el mensaje.
Gracias por la conversación de anoche. No suelo quedarme pensando tanto en alguien. ¿Te gustaría caminar por el centro hoy en la tarde?
Era directo. Sin adornos. Sin falsas pretensiones.
Respiré hondo.
No respondí de inmediato. Dejé que el deseo me respondiera desde adentro.
Sí. A las cinco. Frente al Teatro Colón.
—
El cielo bogotano tenía ese gris indeciso que no termina de decidir si va a llover o a brillar. Lo vi de lejos, apoyado en una baranda, con una bufanda oscura alrededor del cuello. Cuando me acerqué, sonrió.
—Hola, Valeria.
—Hola, Julián.
No nos abrazamos. No hacía falta. Caminamos por las calles como si fuéramos dos conocidos de toda la vida. Me habló de su trabajo como arquitecto, de cómo amaba diseñar espacios que hicieran sentir a las personas protegidas.
—¿Y tú? —me preguntó de pronto—. ¿Escribes para protegerte o para desnudar lo que no te atreves a decir?
La pregunta me detuvo en seco. Lo miré.
—A veces escribo para no explotar por dentro.
Sonrió con una ternura inesperada.
—Entonces somos más parecidos de lo que pensé.
Terminamos en una terraza pequeña sobre una librería. La ciudad seguía viva bajo nuestros pies, pero en ese rincón, el tiempo parecía suspendido. Hablamos de música, de placeres sencillos, de películas antiguas que nos hacían llorar.
Y en un momento, sin aviso, su mano rozó la mía.
Fue apenas un roce.
Pero sentí cómo se me erizaba la piel.
Me miró, buscando permiso. Y aunque no dije nada, mis ojos lo invitaron.
—No voy a apurar nada —dijo con voz baja—. Pero quiero explorar lo que hay entre nosotros. Sin máscaras. Sin miedo.
Y ahí supe que esto no era un juego.
Ni un capricho.
Era el inicio de algo que podía incendiarme desde dentro.
Algo que, por primera vez en mucho tiempo… quería que ardiera.
Editado: 16.07.2025