Pasión Escalofriante

Capítulo 3: El lenguaje del silencio

No lo besé.
Y él no lo intentó.

La caminata terminó con un abrazo largo, de esos que dicen más que las palabras. Me aferré a su cuerpo con una mezcla de nostalgia y anticipación. Su olor, esa mezcla entre sándalo y lluvia reciente, se quedó impregnado en mi ropa como un tatuaje invisible.

Esa noche, al llegar a casa, no quise escribir. Me acosté en la cama, con la blusa aún puesta, los labios húmedos por la brisa fría y el pecho latiéndome como si acabara de correr kilómetros.

Julián tenía algo que no sabía cómo nombrar. No era solo su voz grave ni su presencia segura. Era la manera en que me miraba. Como si me estuviera leyendo. Como si ya supiera lo que ocultaba detrás de mis palabras y aún así eligiera quedarse.

Al día siguiente, me escribió:

"¿Y si esta vez vienes tú a mi mundo?"

Adjuntó una dirección en Chapinero Alto. Su estudio.

No dudé. No podía. Algo en mí ya había cruzado un umbral invisible.

El edificio tenía una arquitectura sobria, con ventanales grandes y líneas limpias. Me abrió la puerta en jeans y camisa de lino blanca, con las mangas arremangadas. Se veía peligroso. No por violento. Sino por hermoso. Por intenso.

—Te preparé té de jengibre —dijo—. Pensé que te gustaría más que el café.

—¿Cómo lo sabes?

—Escucho. A veces, más de lo que debería.

Su estudio era amplio, lleno de planos, maquetas y libros de diseño. Pero había algo más: en una esquina, un tocadiscos antiguo. Y al fondo, un sillón de cuero color vino tinto frente a una pared de cristal.

Puso un vinilo. La aguja cayó con un crujido leve y empezó a sonar una voz femenina, suave y triste, cantando en francés.

—¿Brel? —pregunté, sorprendida.

—No, Barbara. Más íntima. Más peligrosa.

Me ofreció el té. Nuestras manos se tocaron por accidente. Aunque... ya no creía en los accidentes.

Nos sentamos en el sofá, cerca, pero con un espacio entre los dos que se iba llenando de electricidad. Mis piernas cruzadas, su mirada en mis labios. Hablábamos de cosas sencillas: libros, ciudades, heridas.

—¿Siempre fuiste así? —preguntó de pronto.

—¿Así cómo?

—Tan... reservadamente intensa.

No respondí. Solo lo miré.

Y en ese silencio, algo cambió.

Se acercó un poco más. No demasiado. Solo lo suficiente como para que su rodilla rozara la mía.

—No quiero tocarte sin que estés lista —dijo con voz grave—. Pero cada segundo que pasa, me cuesta más contenerme.

Mis labios se separaron apenas, pero no hablé. Llevé mi mano a su rostro y lo acaricié con la yema de los dedos, como si confirmara que no era una fantasía.

Él cerró los ojos. Se quedó así, quieto, respirando despacio.

—Entonces —susurré— no me toques aún. Pero quédate así... cerca.

Y eso hizo.

Nos quedamos en silencio.
Respirando el deseo.
Dejando que creciera, sin romperlo.

Porque a veces, el mayor erotismo... está en no tocar.
En saber esperar.

Y yo quería que cuando sucediera, no quedara ni un rincón de mí sin arder.




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