Pasión Escalofriante

Capítulo 7: Fantasmas en la luz

Esa tarde llovía.
Bogotá siempre ha tenido el extraño don de volver la lluvia en emoción.
Como si cada gota cayera para recordarte algo.

Yo estaba en el sofá de su estudio, con una manta sobre las piernas y una taza de té entre las manos. Julián hablaba por teléfono en la cocina, pero su tono cambió al final de la llamada. Ya no era cálido. Era seco. Cortante.

—¿Todo bien? —pregunté cuando volvió.

—Sí —dijo, con una media sonrisa—. Solo... trabajo.

Mentía.

No por maldad, sino por costumbre.
Reconocí ese gesto.
Esa forma de escabullirse en una palabra neutra.
Lo conocía bien… porque yo también lo había hecho.

—¿Quién era? —pregunté sin rodeos.

Se sentó a mi lado. Miró hacia la ventana. La lluvia dibujaba caminos borrosos sobre el cristal.

—Luciana —dijo finalmente—. Mi ex.

El nombre cayó con el peso de una confesión.

—¿Qué quería?

—Saber si aún la extraño —respondió, con ironía amarga—. Y si ya te hablé de ella.

Guardé silencio. Pero no porque no tuviera preguntas. Sino porque el corazón, cuando se siente amenazado, primero escucha antes de atacar.

—Terminamos hace un año —continuó—. Fue intenso. Muy. Ella… era adictiva. Brillante. Inestable. Se fue de un día para otro. Me dejó una carta y un silencio largo. Apareció hace unas semanas, como si nada. Pero no... no hay vuelta atrás. No después de lo que me hizo.

—¿Y aún te duele?

La pregunta salió antes de que pudiera detenerla.
Julián me miró con una mezcla de culpa y honestidad.

—No me duele ella. Me duele lo que fui con ella. Lo que permití.

Quise abrazarlo. Decirle que estaba bien. Que no me asustaba su pasado. Pero en el fondo... sí me asustaba. Porque los fantasmas no desaparecen. Solo se esconden en los cajones que menos abrimos.

—¿Y qué esperas de esto? —pregunté con la voz más suave de la que me imaginaba capaz.

—Verdad —respondió sin vacilar—. No una promesa. Pero sí verdad. Que si alguna vez dudas, lo digas. Que si alguna vez te cansas, lo admitas. Y que si esto llega a dolernos... no huyamos como cobardes.

Me mordí el labio. Quise decir que sí. Pero algo dentro de mí se retorcía.

—No sé si puedo prometer tanto.

—No quiero promesas, Valeria —dijo, acariciando mi mejilla—. Solo quiero que no te escondas.

Esa noche no hubo caricias. Ni besos.
Dormimos abrazados, pero distantes.
Porque no hay mayor prueba de intimidad que quedarte… cuando el pasado asoma.




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