Volvimos de Barichara con la piel tostada por el sol y el alma suave como brisa.
Dormimos abrazados por días, como si al fin hubiéramos entendido el ritmo propio de nuestro amor.
Hasta que un lunes, mientras preparaba café, Julián se quedó quieto con el celular en la mano.
Su rostro cambió. Algo se tensó en su mandíbula.
—¿Todo bien? —pregunté.
Él dudó. Luego me miró, con esa mezcla de ilusión y miedo que solo aparece cuando lo que viene puede cambiarlo todo.
—Me llamaron de Madrid. La agencia para la que trabajé hace tres años me quiere de regreso. Pero no como antes. Esta vez como director creativo regional.
—¿Madrid?
Asintió.
La palabra se quedó flotando entre nosotros como un fantasma inesperado.
—Es el tipo de oportunidad que soñé toda mi carrera, Val. Solo que… no pensé que llegaría ahora. No después de ti.
Me senté frente a él.
Mi corazón golpeaba fuerte, pero no por celos.
Era otra cosa: la sensación de que todo puede cambiar cuando apenas empezaba a sentirse real.
—¿Cuánto tiempo te dan para decidir?
—Una semana. Me quieren allá en un mes si acepto.
—¿Y tú… quieres aceptarla?
Su silencio fue la respuesta.
Me levanté. Caminé por la sala. Toqué los libros en la estantería como buscando un ancla.
—No quiero ser el motivo por el que renuncies a algo tan grande —dije—. Pero tampoco quiero fingir que esto no me remueve todo.
Él se acercó.
—No quiero perderte, Valeria. Pero tampoco quiero arrepentirme de no intentarlo.
Lo miré. Y en sus ojos encontré la verdad: él tampoco sabía qué hacer.
—Entonces hagamos algo —propones tú—. No decidamos hoy. Hablemos. Sintamos. Escuchemos lo que esta semana tiene para decirnos.
Asintió.
Nos abrazamos.
Con fuerza. Con miedo.
Con amor real.
Esa noche no dormimos mucho.
Pero no por pasión.
Sino por todas las preguntas que flotaban en el aire.
Y porque sabíamos que amar también es aprender a soltar… o a resistir el viento sin romperse.
Editado: 16.07.2025