Vivimos juntos por primera vez.
No fue como en las películas.
No hubo mudanza caótica ni cajas apiladas.
Solo él con su cepillo de dientes al lado del mío, y yo dejando espacio en mi armario para su ropa.
Un gesto simple.
Un símbolo inmenso.
Las mañanas comenzaron a oler a café recién hecho y pan tostado.
Nos turnábamos para cocinar, para regar las plantas, para salir a correr por el parque cercano.
Conocíamos los silencios del otro.
Nos reíamos cuando uno usaba la camiseta del otro sin preguntar.
Una noche, mientras lavábamos los platos, Julián me salpicó con espuma.
Y yo, entre risas, lo empapé con el rociador.
Terminamos empapados, besándonos en la cocina, con la piel mojada y el corazón incendiado.
Esa noche hicimos el amor en el suelo, entre trapos de cocina y risas.
Y fue perfecto.
Nos dimos el lujo de vivir sin prisa.
Ver series sin culpa.
Leer juntos.
Tener conversaciones largas a la luz de una vela, hablando del futuro sin exigirle certezas.
El deseo seguía ahí, intacto.
Pero más sereno.
Más maduro.
Era deseo con raíces.
Y entonces llegó el día anterior al vuelo.
Estábamos sentados en la cama, espalda con espalda.
El silencio era pesado, pero no incómodo.
—¿Estás lista para esto? —me preguntó sin voltear.
—No. Pero estoy dispuesta.
Se giró.
Me besó la frente.
—Yo tampoco estoy listo. Pero me voy con todo lo que tú sembraste en mí.
Le dejé un pequeño sobre en su maleta.
Adentro, una nota:
*“Donde vayas, lleva esta certeza:
No soy tu ausencia.
Soy tu raíz.
Y si un día el viento cambia,
aquí estaré,
como semilla esperando flor.”*
Nos hicimos el amor esa última noche como si el tiempo fuera maleable.
Con lentitud.
Con los ojos abiertos.
Con la respiración compartida.
Y al amanecer, lo acompañé al aeropuerto.
No lloré.
No porque no doliera.
Sino porque entendí que el amor, cuando es real, no se va… solo cambia de forma.
Editado: 16.07.2025