No lo pensé demasiado.
Compré el tiquete el lunes por la noche.
Volaba el miércoles.
Llamé a Ana, una amiga que vivía en Madrid, y le pedí un favor:
—Solo necesito que me dejes dejar la maleta en tu casa y una dirección. La de él. No le digas nada.
—¿Estás segura, Val? ¿Y si no está?
—Entonces me doy media vuelta… pero por lo menos sabré que lo intenté.
El vuelo fue largo, pero mis pensamientos iban más rápido que el avión.
¿Qué pasaría si estaba con alguien?
¿Y si la rutina lo había devorado?
¿Y si ya no había espacio para mí?
Pero no.
No podía pensar en eso.
Porque el amor, cuando es valiente, llega sin garantías, pero con el alma abierta.
Madrid me recibió con frío.
Eran casi las nueve de la noche cuando llegué a su edificio.
Las luces de los balcones parecían estrellas caídas.
Toqué el timbre.
Una. Dos veces.
Nada.
Esperé.
Y entonces, escuché pasos apresurados.
La puerta se abrió.
Y él… se quedó congelado.
—¿Valeria?
—Hola, Madrid —dije, sonriendo.
Me miró como si no entendiera. Como si tuviera miedo de que fuera un sueño.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a recordarte cómo sabe un abrazo —le dije—. Vine a comprobar si aún somos fuego, aunque el océano nos haya vuelto ceniza.
Julián me abrazó.
Fuerte.
Como si la vida dependiera de ello.
—Dios… no sabes cuánto te extrañé —murmuró contra mi cuello.
Y sin decir nada más, cerró la puerta.
Me levantó en brazos como si fuera aire.
Y entre besos torpes, risas temblorosas y deseo contenido, nos deshicimos del mundo entero.
Nos amamos sin apuro, con ternura urgente.
Su cama olía a él.
Su cuerpo recordaba el mío.
Y entre gemidos suaves y susurros en la oscuridad, entendí que no había cruzado el Atlántico en vano.
Al final, acurrucados, me susurró al oído:
—Te quedas… ¿cierto?
—No vine para irme, Julián.
Y dormimos abrazados.
Como si nunca hubiéramos estado lejos.
GRACIAS POR APOYARME, ME PUEDEN AGRAGAR A LA BIBLIOTECA Y DARME UN CORAZÓN.
Editado: 16.07.2025