El edificio era antiguo, con ventanales altos y olor a papel viejo.
La editorial quedaba en el barrio de Chamberí.
Ana me había hablado bien del lugar: pequeño, íntimo, creativo.
Me recibieron dos mujeres: Clara y Noemí.
Ambas amables, curiosas.
Clara tenía gafas de pasta y una sonrisa cálida.
—Nos gusta tu perfil, Valeria. Y además escribes. Eso siempre suma.
—Gracias. La verdad, estoy empezando a sentir que Madrid podría ser más que un lugar de paso.
Nos sentamos en una sala llena de libros.
Me hablaron del trabajo: lectura crítica, edición básica, reseñas.
—Empezarías como freelance. Desde casa. Pero si todo va bien, puede crecer.
Salí con el corazón agitado.
No era un sí definitivo. Pero era una puerta.
Esa noche, Julián me esperaba con la cena lista.
Lo besé. Quería contarle.
—Fue hermoso, Juli. Me sentí viva. Vista. Capaz.
—Me alegra —dijo, pero su tono no coincidía con sus palabras.
—¿Qué pasa?
Se sentó. Respiró hondo.
—Hoy… me escribió Lucía.
Me quedé quieta.
—¿Lucía?
—Mi ex.
El aire se volvió más denso.
—¿Y qué quiere?
—Nada grave. Solo que vendrá a Madrid unos días. Que si podíamos tomarnos un café. Cerrar ciclos, dijo.
Lo miré a los ojos.
—¿Tú quieres verla?
—No lo sé. Parte de mí siente que ese capítulo está cerrado. Pero otra parte… teme que no.
El silencio se hizo largo.
—¿Y qué harás?
—Lo que tú necesites.
—No, Julián. No lo que yo necesite. Lo que tú sientas.
Me abrazó.
Y en su suspiro sentí confusión.
Una que ya no me asustaba, pero sí me ponía alerta.
Esa noche no hicimos el amor.
Nos tocamos con suavidad, sin prisa, como quien intenta recordar por qué sigue eligiendo al otro.
Pero algo flotaba en el aire.
La certeza de que cuando uno crece, el otro tiene que decidir si lo acompaña… o se queda atrás.
Editado: 16.07.2025