—¿Estás sentada? —dijo Clara, del otro lado del teléfono.
—Sí, dime.
—Tu libro fue seleccionado para presentarse en la Feria del Libro de Medellín. Te quieren como invitada. ¿Qué dices?
Sentí el cuerpo temblar.
Medellín. Mi ciudad.
La que dejé sin mirar atrás.
—¿Y si no estoy lista?
—No hay un momento ideal. Solo saltos necesarios.
Esa noche, le conté a Julián.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó, tomándome la mano.
—Sí. Pero no como soporte. Como compañero.
—Entonces empaca bien. Porque Medellín no es cualquier viaje. Es un espejo.
Asentí. Y empecé a temblar.
El avión aterrizó con suavidad.
Pero mi corazón iba a mil.
Al salir del aeropuerto, el olor, el calor y el acento me golpearon como una ola de recuerdos.
Julián lo notó.
—¿Estás bien?
—No lo sé. Pero estoy viva. Eso sí lo sé.
La feria era más grande de lo que recordaba.
Mi nombre estaba en el programa. Mi rostro en un cartel.
Y mi madre… apareció entre el público.
No sabía que vendría. No la había invitado.
Pero ahí estaba. Con los ojos brillantes y la boca temblando.
—Es tu historia —dijo después de la presentación—. No fue fácil de leer… pero era necesaria.
—Gracias por venir —le dije, con un nudo en la garganta.
Esa noche, Julián y yo caminamos por el centro iluminado.
—Nunca pensé que mi historia resonaría así.
Y menos en casa.
—Tal vez nunca te fuiste del todo, Valeria. Solo necesitabas volver con una voz propia.
Nos detuvimos frente a una fuente.
Nos besamos.
Y luego, en el hotel, hicimos el amor como si el viaje nos hubiera abierto algo más profundo.
Ya no solo deseábamos el cuerpo del otro, sino lo que cada uno había atravesado para llegar hasta ahí.
Y mientras dormíamos, abrazados, entendí que crecer también era eso:
ser capaz de volver sin rendirse al pasado… y sin renunciar al futuro.
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Editado: 16.07.2025