El teléfono aún vibraba en la mano de Mariana, como si las palabras de aquel hombre pudieran atravesar el aparato y sacudirla desde dentro.
—¿Daniel Álvarez? —repitió, incrédula, con la voz entrecortada.
—Así es —contestó él, su tono grave y seguro, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido—. He revisado nuevamente su perfil y quiero que venga mañana a mi oficina. Tenemos asuntos que discutir.
Mariana parpadeó, incapaz de procesar lo que escuchaba. Aquella entrevista había sido un torbellino de tensión y orgullo, y estaba convencida de que él no volvería a pensar en ella.
—¿Está diciendo que… estoy contratada? —preguntó, con un nudo en el estómago.
Hubo una breve pausa. Después, la respuesta llegó con un dejo de ironía:
—Digamos que estoy dispuesto a darle una oportunidad. Pero lo demás depende de usted.
Antes de que pudiera añadir algo más, la llamada se cortó.
Mariana se quedó mirando la pantalla negra del teléfono como si acabara de recibir un golpe.
—¿Quién era? —la voz curiosa de su madre la devolvió a la realidad.
Mariana se aclaró la garganta, intentando sonar tranquila.
—Un posible… empleador. —No quiso dar más detalles. Conocía demasiado bien la manera en que su madre juzgaría cualquier cosa que no encajara en su rígida visión del mundo.
Se obligó a cenar, aunque cada bocado sabía a cartón. Su mente no dejaba de girar alrededor de esa cita. Daniel Álvarez. Aquel hombre que exudaba arrogancia y poder había decidido llamarla. Y, aunque sabía que debía concentrarse en la oportunidad laboral, no podía ignorar el cosquilleo incómodo que recorría su piel cada vez que recordaba la intensidad de sus ojos.
---
La mañana siguiente amaneció gris, con una llovizna ligera que obligó a Mariana a cubrirse con un paraguas mientras caminaba hacia el edificio corporativo. Llegó diez minutos antes, como siempre acostumbraba en cualquier compromiso importante.
La recepcionista la condujo directamente al piso ejecutivo. Los nervios le revoloteaban en el estómago, pero se repitió a sí misma que tenía que mostrarse segura, aunque por dentro se estuviera desmoronando.
Cuando la puerta de la oficina se abrió, Mariana sintió que el aire le faltaba.
Daniel estaba de pie junto a un ventanal enorme que ofrecía una vista panorámica de la ciudad. Llevaba un traje gris oscuro perfectamente entallado y sostenía una taza de café en la mano. Se giró al escucharla entrar, y la intensidad de su mirada hizo que Mariana olvidara por un instante cómo respirar.
—Puntualidad. —Asintió con aprobación—. Es un buen comienzo.
Ella se aclaró la garganta y avanzó hasta el escritorio.
—Me dijo que quería hablar de la oportunidad de trabajo.
Daniel dejó la taza a un lado y entrelazó las manos sobre la mesa.
—Así es. Pero antes de continuar, debo ser claro con usted. —Su voz adquirió un matiz más serio—. No soy un jefe fácil. Exijo perfección, compromiso absoluto y cero distracciones.
Mariana se enderezó en su asiento.
—Entiendo, señor Álvarez. Estoy dispuesta a dar lo mejor de mí.
Daniel la observó por unos segundos que parecieron eternos. Luego, una leve sonrisa curvó sus labios.
—Eso espero.
---
Le explicó las tareas: organización de agendas, coordinación de reuniones, manejo de documentos confidenciales. Nada fuera de lo común para una asistente administrativa. Pero lo que más le llamó la atención fue cuando él añadió, con un tono cargado de doble intención:
—Necesito a alguien que pueda seguir mi ritmo. Alguien que no se intimide fácilmente.
Mariana percibió la insinuación, aunque prefirió no responder. Se aferró a su compostura y asintió con firmeza.
—Si me da la oportunidad, no lo defraudaré.
Daniel inclinó la cabeza, estudiándola como si tratara de descifrar cada rincón de su alma.
—Lo veremos.
---
Los días siguientes fueron un torbellino. Desde el primer momento, Mariana descubrió que trabajar para Daniel Álvarez era un reto constante. Él era exigente, perfeccionista hasta la obsesión, y rara vez ofrecía palabras de reconocimiento. Sin embargo, detrás de esa fachada fría y controlada, había destellos de algo distinto, algo que a veces asomaba en una mirada o en un silencio prolongado.
Cada mañana, Mariana se repetía que debía concentrarse en sus responsabilidades, que aquel hombre era simplemente su jefe. Pero era inútil negar lo que sentía cada vez que él se acercaba demasiado o cuando su voz grave resonaba en la oficina.
---
Una tarde, después de una reunión agotadora, Mariana se quedó revisando documentos en su escritorio. La mayoría de los empleados ya se habían marchado, y el silencio reinaba en la oficina. De pronto, escuchó pasos firmes acercándose.
—Señorita Rivas.
El tono de Daniel la hizo estremecer. Levantó la vista y lo encontró observándola con atención.
—¿Todavía aquí? —preguntó él, arqueando una ceja.
—Quiero dejar listos los informes para mañana —respondió ella con naturalidad, aunque por dentro sus nervios se agitaban.
Daniel se acercó unos pasos más, quedando peligrosamente cerca de su escritorio.
—Eso es dedicación. Me gusta.
Mariana tragó saliva. La cercanía era demasiado. Podía sentir el aroma de su colonia, ese olor masculino y elegante que parecía envolverla.
—Solo hago mi trabajo —murmuró, apartando la mirada.
Daniel apoyó una mano en el borde del escritorio, inclinándose apenas hacia ella.
—No, señorita Rivas. Usted hace más de lo que se espera. Y eso… no pasa desapercibido.
El silencio entre ambos se volvió espeso, cargado de una tensión que ninguno se atrevía a romper.
---
Mariana se levantó de golpe, recogiendo sus cosas con torpeza.
—Será mejor que me vaya, se está haciendo tarde.
Daniel la observó con esa media sonrisa enigmática que tanto la confundía.
—Como quiera. Pero recuerde… mañana la necesito temprano.