El mensaje aún brillaba en la pantalla de su celular:
"Si valoras tu futuro, aléjate de Daniel Álvarez. No sabes en qué te estás metiendo."
Mariana lo leyó una y otra vez, con las manos temblando. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, como si alguien la estuviera observando desde la oscuridad de su habitación.
Se levantó y corrió a cerrar la ventana, aunque vivía en un tercer piso. El corazón le latía con fuerza, y cada sombra en la pared parecía más siniestra de lo habitual.
—Tranquila, Mariana… —susurró para sí misma—. Puede ser una broma pesada.
Pero la duda estaba ahí, sembrada como una espina en el pecho. ¿Quién le enviaría algo así? ¿Y por qué todos los caminos parecían señalar a Daniel?
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A la mañana siguiente, llegó a la oficina con el rostro pálido y unas ojeras imposibles de disimular. Daniel la observó apenas entró, frunciendo el ceño.
—Parece que no durmió bien.
Mariana se apresuró a desviar la mirada.
—Estoy bien, solo fue una noche larga.
Él dejó a un lado los papeles que revisaba y se acercó a su escritorio. Su proximidad era abrumadora; podía sentir su perfume, esa mezcla de madera y especias que parecía diseñada para desarmar defensas.
—No quiero empleados agotados —dijo con tono firme, aunque en su mirada había un destello de preocupación difícil de ocultar—. ¿Pasa algo que deba saber?
Mariana dudó. Podría mostrarle el mensaje, pero… ¿y si él estaba relacionado? La advertencia había sido clara. No sabía en quién confiar.
—No, nada grave. —Se obligó a sonreír—. Solo insomnio.
Daniel la sostuvo la mirada unos segundos más, como si intentara descifrarla. Finalmente, asintió y regresó a su escritorio, aunque el gesto serio en su rostro revelaba que no estaba del todo convencido.
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Las horas transcurrieron entre tareas mecánicas, pero Mariana apenas podía concentrarse. El mensaje seguía persiguiéndola como una sombra. Al salir a almorzar, revisó su celular con nerviosismo, temiendo encontrar otra advertencia. Nada.
De pronto, una voz a su lado la hizo sobresaltarse.
—Señorita Rivas.
Era Sofía, una de las secretarias de la empresa. Morena, de sonrisa fácil y mirada astuta. Se sentó frente a Mariana en la cafetería del edificio, sin pedir permiso.
—He notado que últimamente está muy cerca del jefe —dijo con un tono cargado de insinuación.
Mariana se sonrojó de inmediato.
—Solo trabajo para él.
Sofía soltó una risita.
—Claro, claro. Eso dicen todas. Pero un consejo de alguien que lleva aquí más tiempo: tenga cuidado. Daniel Álvarez no es un hombre común.
Mariana la observó con atención.
—¿A qué se refiere?
Sofía jugueteó con su taza de café antes de responder.
—Digamos que… tiene un pasado complicado. Y enemigos. Muchos. —Se inclinó un poco hacia ella, bajando la voz—. Si fuera usted, mantendría las distancias.
El corazón de Mariana dio un vuelco.
—¿Enemigos?
—Eso es todo lo que diré. —Sofía sonrió como si disfrutara del efecto de sus palabras—. Solo… cuídese.
Se levantó y se marchó, dejándola más confundida que antes.
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Esa tarde, Daniel la llamó a su oficina. Tenía un semblante serio, más de lo habitual.
—Necesito que organice estos contratos —dijo, extendiéndole una carpeta gruesa—. Son confidenciales. Nadie más debe verlos.
Mariana asintió y tomó la carpeta, aunque una inquietud crecía en su interior. ¿Eran esos los documentos a los que se referían las advertencias?
Mientras revisaba las páginas, notó algo extraño: una cláusula oculta en medio de tecnicismos legales que hablaba de una transferencia millonaria a una empresa desconocida. El nombre le sonaba vagamente familiar, como si lo hubiera escuchado en la reunión del hotel.
Tragó saliva y cerró la carpeta rápidamente.
En ese momento, Daniel entró de nuevo y se detuvo a observarla.
—¿Todo bien?
Mariana asintió con una sonrisa nerviosa.
—Sí, claro. Solo estoy revisando los detalles.
Él la miró unos segundos, como si sospechara algo, pero no dijo nada.
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Al caer la tarde, Daniel le pidió que lo acompañara a entregar unos documentos a otra sucursal de la empresa. El trayecto en el coche se llenó de un silencio espeso, apenas roto por la música suave que sonaba en la radio.
De pronto, Daniel habló.
—Sé que alguien le dijo algo.
Mariana se tensó.
—¿Cómo…?
—Lo noto en su forma de mirarme. —Giró apenas la cabeza, sus ojos oscuros brillando con intensidad—. Desconfía de mí.
Ella bajó la mirada, sin saber qué responder.
—Lo que quiero que entienda, Mariana —continuó él, con voz grave—, es que este mundo no es tan simple como parece. Mi trabajo, mis negocios… todo tiene un precio. Y ese precio son enemigos.
Mariana lo observó, sorprendida por su franqueza.
—¿Está diciendo que las advertencias… son reales?
Daniel no respondió de inmediato. Su mandíbula se tensó y apretó el volante con fuerza. Finalmente, murmuró:
—No crea todo lo que escucha.
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Llegaron a la sucursal, pero el ambiente entre ellos había cambiado. La tensión era diferente, más intensa, más peligrosa. Mariana sentía que estaba cruzando una línea invisible, un límite del que no podría regresar.
Cuando regresaron al coche, Daniel se inclinó hacia ella antes de arrancar. Su mirada estaba fija en la suya, intensa, casi abrasadora.
—Si algún día siente que no puede con esto, dígamelo. —Su voz era un susurro cargado de emoción contenida—. Prefiero que se aleje antes de que se lastime.
El corazón de Mariana dio un vuelco. ¿Era una advertencia o una confesión?
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Esa noche, de vuelta en casa, encendió su computadora e investigó el nombre de la empresa que había visto en el contrato. Tardó unos minutos en encontrar una referencia en un artículo antiguo: “Investigación abierta por presunto fraude financiero”.