El día había sido interminable. Mariana apenas pudo concentrarse en sus tareas entre documentos, llamadas y correos electrónicos. Pero lo que realmente no la dejaba tranquila era la presencia constante de Daniel, quien parecía encontrar cualquier excusa para acercarse a su escritorio.
Él pasaba a dejar papeles que fácilmente podía encargar a otro, hacía comentarios aparentemente inocentes o se detenía demasiado tiempo a observar cómo tecleaba. No era el típico jefe distante; había algo en su manera de estar cerca, algo que le aceleraba el corazón de una forma que no quería admitir.
A media tarde, cuando el resto de los empleados ya estaba más relajado, Daniel apareció nuevamente. Llevaba la corbata un poco floja, como si también sintiera el cansancio del día, y se inclinó sobre su escritorio con un gesto que a Mariana le pareció excesivamente cercano.
—¿Ya terminaste con el informe de compras? —preguntó en voz baja.
Ella levantó la vista y, por un instante, se encontró atrapada en esos ojos oscuros que parecían leerle los pensamientos. Intentó apartar la mirada, pero el contacto visual fue tan intenso que sintió calor en las mejillas.
—Casi… —respondió, obligándose a sonar firme—. Solo me falta revisar las cifras finales.
Daniel asintió lentamente, sin apartar los ojos de ella. Después, y de manera inesperada, dejó un bolígrafo sobre su escritorio, rozando suavemente su mano en el proceso. Fue un contacto mínimo, apenas un segundo, pero bastó para que un escalofrío recorriera su piel.
—No te presiones. Quiero el informe, sí, pero prefiero que esté bien hecho. —Su voz era tranquila, con un matiz de complicidad.
Mariana retiró la mano como si se hubiera quemado, disimulando con un movimiento torpe de papeles.
—Lo tendré listo antes de que acabe el día —contestó con rapidez, intentando recuperar la compostura.
Él sonrió apenas, como si disfrutara de su reacción, y se alejó despacio. Mariana respiró hondo cuando lo vio entrar a su oficina. ¿Por qué tenía que ponerla tan nerviosa?
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Un par de horas después, cuando el sol comenzaba a ocultarse, Mariana decidió ir a la pequeña cafetería del edificio por un café. El pasillo estaba casi vacío y, al doblar una esquina, se topó con una escena que le provocó un nudo en el estómago.
Daniel hablaba con una mujer elegante, de cabello rubio y sonrisa calculada. Ella apoyaba una mano en su brazo con familiaridad, demasiado cerca, demasiado confiada. Mariana no quería detenerse, pero sus pasos se frenaron por instinto.
—Daniel, sabes que no puedes seguir evitándome —decía la mujer, con un tono dulce que escondía cierta amenaza—. Tarde o temprano tendrás que dar la cara.
Él respondió en voz baja, lo suficiente para que Mariana apenas alcanzara a escuchar:
—Este no es el lugar, Victoria.
Victoria. El nombre resonó en su mente como un eco. ¿Quién era esa mujer y qué relación tenía con Daniel? Una punzada de celos la atravesó antes de que pudiera racionalizarlo. No tenía ningún derecho a sentir aquello, pero el simple hecho de verla tan cerca de él le revolvía el estómago.
Se obligó a seguir caminando, como si nada hubiera pasado, aunque el corazón le latía con violencia.
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Cuando volvió a su escritorio, Daniel apareció poco después. Ya no estaba la mujer rubia.
—Te ves cansada —comentó, con tono amable—. No deberías quedarte hasta tan tarde.
—Estoy bien —mintió Mariana, sin levantar mucho la vista.
Él la observó unos segundos más, ladeando la cabeza, y entonces dio un paso hacia ella. Se inclinó lo suficiente como para que el aroma de su perfume la envolviera, una mezcla de madera y especias que parecía diseñada para distraerla.
—Mariana… —murmuró su nombre con una cercanía que la desarmó—. ¿Sucede algo?
Ella apretó los labios. ¿Debería preguntarle directamente quién era esa mujer? ¿Acaso tenía derecho?
—No. Nada —respondió al fin, pero su voz sonó más frágil de lo que esperaba.
Daniel entrecerró los ojos, como si intuyera lo que callaba. Por un instante, sus manos se posaron sobre el respaldo de la silla, tan cerca de ella que sintió un cosquilleo en la nuca. El ambiente entre los dos se cargó de algo eléctrico, una tensión que ninguno parecía querer romper.
Entonces, de improviso, se oyó un ruido en el pasillo: la voz de un guardia de seguridad. Daniel se apartó con naturalidad, como si nada hubiera pasado, y Mariana pudo al fin respirar.
—Mañana tendremos una reunión importante con inversionistas —dijo él, cambiando el tono a uno completamente profesional—. Necesitaré que me acompañes.
—¿Yo? —preguntó sorprendida.
—Sí, tú. —Sonrió de lado, con esa seguridad que la desconcertaba—. Confío en ti más de lo que imaginas.
Mariana lo miró sin poder evitarlo. Había algo en esas palabras que le erizó la piel. ¿Por qué él parecía confiar tanto en ella, cuando apenas la conocía?
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Esa noche, al llegar a casa, Mariana se dejó caer en la cama, agotada. Su madre dormía ya, y el silencio de la casa solo hacía que sus pensamientos se volvieran más intensos.
Recordó el roce de la mano de Daniel, su mirada fija, la manera en que pronunciaba su nombre… y, sobre todo, la imagen de esa mujer rubia tocando su brazo.
Se giró en la cama, con un suspiro frustrado. No quería sentirse atraída por él. No debía. Y, sin embargo, algo dentro de ella gritaba que estaba entrando en un juego peligroso, un juego del que ya no podría salir ilesa.
Lo que Mariana no sabía era que, mientras ella intentaba dormir, Daniel se encontraba en su oficina, solo, con la mirada perdida en un documento que no leía. Sobre su escritorio descansaba una foto en blanco y negro, medio oculta bajo unos papeles. Una foto donde aparecía un hombre que guardaba un parecido inquietante con él…
Daniel cerró los ojos con gesto sombrío.
—No puedo dejar que ella se entere… aún.
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