La mañana llegó demasiado rápido. Mariana apenas había dormido, dando vueltas en la cama, pensando en lo que había ocurrido el día anterior. Su estómago se retorcía cada vez que recordaba a la mujer rubia, pero más aún cuando rememoraba el roce de la mano de Daniel y la intensidad de su mirada.
El simple hecho de que él hubiera dicho que “confiaba en ella” bastaba para enredarle los pensamientos. ¿Qué significaba esa confianza? ¿Por qué con ella y no con alguien más experimentado de la empresa?
Cuando llegó a la oficina, Daniel ya la esperaba en recepción, vestido con un traje oscuro que lo hacía parecer aún más inalcanzable. Su presencia imponía, pero lo que más la desconcertó fue la forma en que la miró apenas la vio: un vistazo rápido de pies a cabeza, como si evaluara algo más que su aspecto profesional.
—Estás lista —dijo con firmeza, sin preguntar, como si lo supiera.
Mariana asintió, aunque en realidad tenía las manos sudorosas y el corazón acelerado.
—¿A dónde vamos exactamente? —se atrevió a preguntar mientras salían juntos hacia el auto.
—A una reunión con inversionistas clave. Es importante, pero no quiero que te intimides. —Él abrió la puerta del coche para que subiera, un gesto inesperadamente caballeroso que la dejó sin palabras.
El trayecto fue silencioso al principio, hasta que Daniel encendió la radio con música suave. Mariana miraba por la ventana, intentando calmarse, pero era imposible ignorar la cercanía del hombre a su lado. Podía sentir su presencia, el roce ocasional de su hombro con el suyo cada vez que el coche pasaba por un bache.
—Estás nerviosa —comentó él de pronto, rompiendo el silencio.
—Un poco —admitió ella—. No quiero arruinar nada.
Daniel sonrió de lado, sin apartar la vista de la carretera.
—Confía en mí. Solo necesito que seas tú misma. Lo demás lo manejaré yo.
Mariana lo miró de reojo, y ese instante fue suficiente para notar cómo la luz del sol resaltaba sus facciones: la línea recta de su mandíbula, los labios firmes y seguros, la concentración en sus ojos oscuros. Sintió un vuelco en el pecho, y apartó la vista rápidamente, avergonzada de su propio atrevimiento.
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La reunión fue larga y tensa, pero Mariana cumplió a la perfección. Tomó notas, organizó documentos y, cuando un inversionista le hizo una pregunta inesperada, respondió con serenidad. Daniel no dejó de observarla en todo momento, y ella lo notaba. Era como si él buscara en cada gesto una confirmación de que había hecho bien en llevarla.
Cuando salieron del salón, Daniel se detuvo en el pasillo vacío y, antes de que ella pudiera reaccionar, tomó suavemente su brazo para que lo mirara.
—Has estado impecable —dijo con voz grave—. Superaste mis expectativas.
Mariana sintió un calor extraño recorrerle el cuerpo. Estaba demasiado cerca, demasiado atento, y sus dedos alrededor de su brazo la hacían estremecer.
—Solo hice lo que debía —susurró, intentando restarle importancia.
Él sonrió, inclinándose un poco hacia ella.
—Eso es lo que me gusta de ti, Mariana. No tienes idea de lo especial que eres.
Ella abrió los labios, sorprendida, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. El aire entre ambos se volvió denso, cargado de una tensión que parecía inevitable. Sus miradas se encontraron, y Daniel bajó ligeramente la vista hacia sus labios. Mariana contuvo el aliento.
Estaba ocurriendo. Estaba a punto de suceder.
El rostro de Daniel se acercó apenas un suspiro más, lo suficiente para que ella sintiera el roce cálido de su aliento. Su corazón latía tan fuerte que temió que él pudiera escucharlo. Un cosquilleo recorrió sus labios ante la inminencia de un beso que parecía imposible de detener.
Pero justo entonces, la puerta del salón de conferencias se abrió de golpe y una voz interrumpió el momento:
—Señor Herrera, necesitamos su firma en unos documentos.
Daniel se apartó de inmediato, recuperando la compostura con una rapidez que desconcertó a Mariana. El hechizo se rompió como un cristal al caer al suelo.
—Enseguida —respondió con frialdad, aunque sus ojos todavía ardían con lo que acababa de ocurrir.
Mariana, con las mejillas encendidas, bajó la mirada y fingió revisar sus papeles. Sentía que las piernas le temblaban. Un segundo más, y todo habría cambiado.
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De regreso a la oficina, el ambiente entre ellos era diferente. Ya no era el silencio incómodo de antes, sino una especie de electricidad contenida. Daniel no dijo nada sobre lo ocurrido, pero de vez en cuando desviaba la mirada hacia ella, como si le costara mantener la distancia.
Cuando llegaron al edificio, Mariana se levantó rápido del coche, deseando huir de esa mezcla de ansiedad y deseo que la consumía. Sin embargo, Daniel la detuvo con un leve toque en su muñeca.
—Mariana —la llamó con voz baja. Ella se volvió lentamente, atrapada otra vez por esos ojos intensos.
—Lo que pasó antes… —él dudó un instante, como si buscara las palabras—. No fue un error.
Ella tragó saliva, sin saber qué responder.
—Pero tampoco puedo permitir que interfiera con lo que tengo que hacer —añadió, con un tono que escondía más de lo que decía.
Mariana asintió, aunque no entendía nada. Solo sabía que estaba al borde de algo peligroso, algo que podía arrastrarla más de lo que ya estaba.
Daniel soltó su muñeca con suavidad y se alejó, dejando en el aire un susurro que la perseguiría toda la noche:
—No sabes cuánto me cuesta detenerme.
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Esa noche, Mariana se encerró en su habitación, repasando una y otra vez cada segundo del casi-beso, cada mirada y cada palabra. Su piel aún temblaba con el recuerdo del calor de su cercanía. Pero junto con la atracción, había algo más: preguntas, dudas, un misterio que no lograba descifrar.
¿Quién era realmente Daniel Herrera? ¿Qué secretos ocultaba? ¿Y por qué, entre tantas personas, la había elegido a ella?