Pasiones Secretas: Amor y Misterio

Capítulo 7: El Primer Límite

El viernes se presentó con un aire pesado, como si la ciudad entera compartiera la inquietud que sentía Mariana en el pecho. El recuerdo del casi-beso con Daniel la había acompañado toda la noche, negándose a dejarla descansar. Cada vez que cerraba los ojos revivía la cercanía de su rostro, el calor de su aliento, esa voz baja que le confesaba lo difícil que era detenerse.

Y ahora, frente a él en la oficina, era incapaz de fingir indiferencia. Daniel estaba sentado en la cabecera de la mesa de juntas, revisando documentos con gesto serio, mientras ella tomaba notas en silencio. Pero lo que realmente la desarmaba era la forma en que, de vez en cuando, él levantaba la vista y la miraba directamente, como si solo existiera ella en la sala.

Mariana apartaba la mirada enseguida, aunque por dentro todo su cuerpo se encendía.

—Mariana —dijo él, de repente, rompiendo el silencio tenso—. Ven a mi oficina cuando termines aquí.

Asintió sin alzar la vista, intentando que su pulso no la delatara.

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Cuando entró en la oficina minutos después, Daniel estaba de pie junto al ventanal, observando la ciudad. La luz de la tarde lo perfilaba con un halo dorado, haciéndolo ver más inaccesible, más irreal.

—Cierra la puerta —ordenó, sin volverse.

Ella obedeció, y el clic del seguro resonó en sus oídos más fuerte de lo que debería.

—¿Qué… necesitaba? —preguntó, con voz suave.

Daniel giró lentamente, y sus ojos la atraparon de inmediato. No había rastro del jefe distante, solo un hombre con una intensidad peligrosa.

—Necesito hablar contigo, pero no como tu superior —dijo, acercándose paso a paso—. Como un hombre que ya no sabe cómo ignorar lo que siente.

El corazón de Mariana se desbocó. Retrocedió un poco, instintivamente, hasta que su espalda chocó con el escritorio. Daniel se detuvo frente a ella, lo bastante cerca para que pudiera sentir su calor.

—Daniel… —murmuró, apenas un suspiro.

Él alzó una mano y, con movimientos lentos, apartó un mechón de cabello que caía sobre su rostro. Sus dedos rozaron su mejilla, provocándole un estremecimiento.

—Dime que no lo sientes, y me detendré —susurró, tan cerca que la piel de Mariana vibró.

Ella cerró los ojos un segundo, intentando reunir fuerzas para negarlo, para poner distancia. Pero lo único que salió de sus labios fue una confesión temblorosa:

—No puedo… porque sí lo siento.

La respuesta pareció romper la última barrera. Daniel inclinó el rostro y sus labios se encontraron en un beso que fue al mismo tiempo dulce y desesperado. El mundo desapareció en ese instante; solo existía el roce ardiente de su boca, la firmeza de sus manos enredándose en su cintura, el sabor de un deseo contenido demasiado tiempo.

Mariana correspondió sin pensar, con el corazón en un torbellino. Era un beso que hablaba de todo lo que no se atrevían a decir, de las noches de insomnio, de la tensión acumulada en cada mirada.

Cuando se separaron, apenas unos centímetros, ambos respiraban agitados. Daniel apoyó su frente contra la de ella, como si buscara aferrarse a ese instante.

—Esto complica todo —murmuró, con una sonrisa rota.

—Ya estaba complicado desde el principio —respondió Mariana, con una sinceridad que la sorprendió.

Él rió suavemente, pero sus ojos seguían oscuros, cargados de algo más que deseo. Había un secreto allí, un peso invisible.

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El momento se rompió cuando el teléfono sobre el escritorio comenzó a sonar. Daniel apretó los labios, como si odiara la interrupción, y se obligó a separarse. Contestó con un gesto brusco, y Mariana aprovechó para dar un paso atrás, intentando recuperar la respiración.

Mientras él hablaba con alguien del otro lado de la línea, Mariana observó algo que antes no había notado: un sobre cerrado, a medias oculto bajo una carpeta. En la esquina, escrito a mano, estaba el mismo nombre que escuchó días atrás: Victoria.

Su estómago se encogió.

Daniel colgó la llamada y notó la dirección de su mirada. Sin decir nada, tomó el sobre y lo guardó en un cajón con un movimiento rápido.

—No deberías mirar lo que no es asunto tuyo —dijo con tono bajo, aunque no había enojo, sino algo más profundo… ¿dolor?

Mariana sintió que la sangre le hervía de curiosidad, pero también de celos. ¿Quién era esa mujer que aparecía de nuevo entre ellos?

—Lo siento —respondió, bajando la mirada.

Él suspiró, acercándose de nuevo. Le levantó el rostro con dos dedos bajo el mentón, obligándola a mirarlo.

—Hay cosas de mi vida que no puedo explicarte aún —dijo en un susurro—. Pero te prometo que nada de eso cambia lo que siento cuando estoy contigo.

El gesto, la voz, la cercanía… Mariana quiso creerle. Quiso olvidar el sobre, la mujer rubia, los secretos. Quiso dejarse llevar por el calor de sus labios una vez más.

Y así lo hizo.

Daniel volvió a besarla, esta vez con más intensidad, como si quisiera dejar grabado en ella lo que no podía decir con palabras. Sus manos recorrieron la línea de su espalda con una suavidad que contrastaba con la urgencia de sus labios. Mariana se aferró a su camisa, sintiendo que si lo soltaba se perdería en el vacío.

Era un beso que traspasaba límites, que la hacía olvidar dónde estaba, quién era. Un beso que la aterraba y al mismo tiempo la hacía sentirse más viva que nunca.

Cuando se apartaron, con respiraciones entrecortadas, Daniel apoyó las manos en el escritorio, a cada lado de ella, atrapándola entre su cuerpo y la madera.

—No debería estar pasando esto —susurró, con voz ronca.

—Entonces, ¿por qué no te detienes? —preguntó Mariana, sin poder ocultar la vulnerabilidad en su voz.

Él la miró intensamente, como si luchara contra sí mismo.

—Porque ya es demasiado tarde.

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La tarde terminó con ambos fingiendo normalidad, aunque ninguno podía ocultar el brillo distinto en sus ojos. Mariana sabía que había cruzado una línea de la que no había retorno. Y, en el fondo, tampoco quería regresar.




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