El fin de semana llegó como un alivio inesperado. Tras la intensidad de los últimos días, Mariana había planeado pasar todo el sábado encerrada en su habitación, leyendo y olvidándose del mundo. Sin embargo, su plan se desmoronó con un simple mensaje de Daniel en su teléfono:
“No acepto un no por respuesta. Te paso a buscar a las seis. Prepárate para algo distinto.”
Mariana había leído esas palabras al menos diez veces. Una parte de ella sabía que debía negarse, mantener la distancia. Pero la otra, la que aún vibraba con el recuerdo de sus labios, no podía rechazarlo.
Así que, a las seis en punto, Daniel apareció frente a su casa. Vestía de manera más relajada que de costumbre: unos vaqueros oscuros, camisa blanca remangada y esa sonrisa segura que desarmaba cualquier defensa.
—No me digas que estabas pensando inventar una excusa para no venir —dijo en cuanto la vio salir.
—Quizá —admitió ella, divertida—. Pero me ganaste.
Él abrió la puerta del coche para que subiera, un gesto que parecía natural en él. Mariana se acomodó, tratando de ignorar el cosquilleo nervioso en su estómago.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Sorpresa —respondió con un brillo travieso en los ojos.
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El trayecto los llevó fuera de la ciudad, por una carretera rodeada de árboles. Mariana miraba el paisaje, preguntándose qué tramaba él. Cuando finalmente se detuvo, descubrió una pequeña cafetería rústica, escondida entre colinas verdes.
—¿Aquí? —preguntó ella, sorprendida.
—Es uno de mis lugares favoritos. Nadie nos molestará.
Dentro, el ambiente era cálido y acogedor, con luces suaves y un aroma a café recién hecho que llenaba el aire. Tomaron una mesa junto a la ventana, desde donde se veía un atardecer espectacular.
Mariana lo observaba de reojo mientras él hacía el pedido. No era el Daniel frío y distante de la oficina; aquí parecía más humano, más relajado. Se permitió sonreír ante un detalle que nunca había notado: cuando estaba concentrado, arrugaba levemente la frente.
—¿De qué te ríes? —preguntó él, atrapándola in fraganti.
—De nada —respondió rápido, ruborizada.
—No, te reías de mí —insistió, inclinándose hacia adelante con una sonrisa divertida—. Dilo.
—Está bien —cedió ella, conteniendo una risa—. Arrugas la frente cuando piensas mucho.
Daniel arqueó una ceja, fingiendo indignación.
—Eso no es motivo de risa.
—Claro que lo es —replicó Mariana, con una chispa juguetona en la mirada.
Él la observó unos segundos, y luego rió también, un sonido profundo y auténtico que la desarmó por completo. Era la primera vez que lo escuchaba reír de esa manera, sin máscaras.
—No sabes lo bien que me hace esto —confesó él, bajando un poco la voz—. Estar contigo… olvidarme del resto, aunque sea por un rato.
Mariana lo miró fijamente, con el corazón latiendo fuerte. Nunca lo había visto tan vulnerable.
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Pasaron la tarde entre conversaciones ligeras y risas. Hablaron de películas, de comida, de tonterías que en otro contexto parecerían insignificantes, pero que allí, en esa mesa iluminada por la luz del atardecer, cobraban un significado especial.
Cuando terminaron el café, Daniel sugirió caminar un poco. Afuera, el aire fresco de la tarde los envolvía. Mariana se estremeció, y él, sin decir nada, le colocó su chaqueta sobre los hombros.
—Gracias —susurró ella.
—Me gusta cuidarte —respondió él, tan sencillo y directo que la dejó sin aliento.
Caminaron en silencio por un sendero rodeado de árboles. En un momento, sus manos se rozaron. Mariana no se apartó, y Daniel aprovechó para entrelazarlas con suavidad. Ese gesto, tan simple, la hizo sentir una calidez que ningún beso podría igualar.
—¿Siempre eres así de terco? —preguntó ella, sonriendo tímidamente.
—¿Terco? —repitió él, fingiendo sorpresa.
—Sí. Decides algo y no aceptas un no.
—Tal vez. Pero contigo no es terquedad, Mariana. Es necesidad.
Ella se detuvo en seco, mirándolo con los ojos muy abiertos.
—¿Necesidad?
Daniel asintió, sin apartar la mirada de ella.
—Necesidad de verte, de escucharte, de… sentirte cerca.
Mariana sintió un nudo en la garganta. No sabía qué responder, así que solo bajó la mirada, mordiéndose el labio. Daniel levantó su barbilla suavemente, obligándola a mirarlo.
—No puedo fingir que no siento nada —confesó, con voz grave—. Y sé que no debería, pero contigo… es inevitable.
Antes de que Mariana pudiera procesar sus palabras, él la besó de nuevo. Esta vez fue un beso lento, profundo, cargado de ternura. Nada de la urgencia anterior; era un beso que prometía, que decía más que mil palabras.
Mariana se dejó llevar, sintiendo que el tiempo se detenía. Su cuerpo se acoplaba al de él como si hubieran estado hechos para encontrarse.
Cuando se separaron, ella apoyó la frente en su pecho, tratando de recuperar el aliento. Daniel acarició su cabello, enredando sus dedos con calma.
—Podría acostumbrarme a esto —murmuró ella, apenas audible.
—Yo ya lo estoy —respondió él, con una sinceridad que la estremeció.
Mariana se dejó llevar por el delicioso aroma que desprendía su calido cuerpo, hasta que un sonido los hizo separarse.
Un chasquido seco, como el de una rama rompiéndose.
Ambos voltearon. Entre los árboles, a unos metros, se vislumbraba una silueta oscura. Parecía observarlos.
—¿Viste eso? —preguntó Mariana, con la voz apenas audible.
Daniel frunció el ceño. Su mirada se volvió fría en un instante.
—Quédate aquí.
Él avanzó un par de pasos hacia la sombra, pero esta se movió rápidamente, perdiéndose entre la vegetación. Mariana sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Debe haber sido alguien del pueblo —dijo ella, intentando convencerse.
—No —replicó Daniel, tajante—. No era casualidad.
Mariana lo miró con confusión.
—¿Qué quieres decir?