La noche estaba oscura y silenciosa, solo interrumpida por el sonido de los pasos apresurados sobre el pavimento. Mariana se movía por su apartamento con cautela, cada pequeño crujido la hacía sobresaltarse. Daniel había insistido en verla esa noche, asegurando que necesitaba hablar con ella de algo urgente.
—¿Estás segura de que esto es seguro? —preguntó Mariana cuando él apareció en la puerta, con el rostro serio y la chaqueta ligeramente desordenada.
—No lo es —admitió él, tomando su mano y apretándola suavemente—. Pero no puedo dejar que estés sola en esto.
Mariana sintió un nudo en el estómago. La proximidad de Daniel la desarmaba: su aroma, la calidez de su piel, el latido de su corazón a la par del suyo. Aun así, no podían ignorar que la amenaza seguía presente.
—Vamos —dijo Daniel, guiándola hacia su coche—. Te explicaré todo en camino.
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Durante el trayecto, el silencio fue pesado, cargado de tensión. Finalmente, Daniel rompió la quietud:
—Victoria no está sola. Hay gente detrás de ella que quiere asegurarse de que me aleje de ti. Pero anoche obtuve información sobre dónde se reunirán. Debemos ir.
Mariana sintió cómo su respiración se aceleraba, mezcla de miedo y adrenalina.
—¿Y tú crees que podremos enfrentarlos?
Él le sonrió con esa seguridad que siempre la desarmaba.
—No estoy seguro, pero lo intentaremos… juntos.
Al llegar al lugar indicado, un antiguo almacén abandonado en las afueras de la ciudad, Mariana vio sombras moviéndose entre los pilares. Su corazón dio un vuelco.
—Daniel… —susurró, con miedo contenido.
—Tranquila, estoy aquí —dijo él, tomando su rostro entre sus manos y rozando sus labios con un beso rápido y protector—. No dejaré que te pase nada.
El contacto fue electrizante. Mariana sintió cómo cada miedo se mezclaba con el deseo que crecía entre ellos. Cada roce, cada suspiro, parecía intensificar todo lo que sentían, incluso mientras el peligro los rodeaba.
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Se adentraron con cuidado en el almacén. La oscuridad los cubría, pero Daniel parecía saber exactamente dónde ir. Mariana apenas podía respirar, y no solo por la tensión: cada vez que se rozaban accidentalmente mientras caminaban, su corazón se aceleraba.
De pronto, una voz fría cortó la noche:
—Así que aquí están… —Era Victoria, apoyada en un pilar, con esa sonrisa que Daniel había mencionado antes—. Y no vinieron solos.
Mariana tragó saliva. Frente a ellos, varios hombres aparecieron de las sombras, bloqueando la salida. La amenaza era tangible, inminente.
—Daniel… ¿qué hacemos? —susurró Mariana, aferrándose a su brazo.
—Confía en mí —respondió él—. Solo sigue mis instrucciones.
Daniel se adelantó, colocando a Mariana detrás de él, como escudo. La tensión era insoportable. Cada movimiento de los hombres era una advertencia, cada sombra, un peligro.
Entonces, en un instante que pareció eterno, Daniel tomó la mano de Mariana y la atrajo hacia él. Sus labios se encontraron en un beso profundo y apasionado, cargado de emoción, miedo y deseo. El mundo exterior desapareció por un momento.
—No importa lo que pase —murmuró él entre besos—. Estoy contigo.
Mariana respondió con igual intensidad, aferrándose a él como si ese beso pudiera protegerlos de todo. Fue un momento de pura conexión, donde el amor y la urgencia se mezclaban en un solo fuego.
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Pero la realidad no tardó en volver. Uno de los hombres dio un paso al frente, y Daniel soltó a Mariana solo lo suficiente para empujarlo hacia atrás con fuerza. Mariana aprovechó para retroceder unos pasos, respirando con dificultad.
—¡No puedes esconderte para siempre, Daniel! —gritó Victoria, con voz afilada como un cuchillo—. Sabemos demasiado.
—No temo a ustedes —contestó Daniel, firme—. Y no voy a permitir que lastimen a Mariana.
El enfrentamiento se intensificó. Daniel se movía con precisión, cada acción calculada, protegiendo a Mariana y manteniendo a raya a los atacantes. Mariana, aunque temerosa, no podía apartar la vista: la intensidad, la fuerza y la determinación de Daniel la llenaban de orgullo y de un deseo profundo de estar a su lado, sin importar el riesgo.
En un momento, uno de los hombres logró acercarse demasiado, y Daniel lo enfrentó directamente, derribándolo con un movimiento rápido. Mariana aprovechó para esconderse tras unas cajas, sintiendo cómo su corazón latía desbocado.
—¡Daniel! —gritó, y él la miró, sus ojos llenos de preocupación.
—Estoy bien —dijo él, y luego, con un gesto que la desarmó, la llamó hacia él. Mariana corrió, y al encontrarse a su lado, él la abrazó, presionándola contra su pecho—. Mientras estés conmigo, nada te pasará.
Mariana cerró los ojos, dejando que el calor de su cuerpo, la fuerza de sus brazos y la seguridad de su presencia la calmaran por un instante. Aun en medio del peligro, sentía que podían superar cualquier cosa mientras estuvieran juntos.
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Victoria dio un paso adelante, pero Daniel levantó la voz con autoridad:
—Basta, Victoria. Esto termina aquí.
—Nunca podrás detener lo que está en marcha —replicó ella, con frialdad.
Daniel la miró fijamente, y luego a Mariana.
—No voy a permitir que nos dividan —dijo con firmeza.
En un movimiento decisivo, Daniel tomó la mano de Mariana y la condujo hacia la salida, esquivando a los hombres restantes con rapidez. Mariana, aunque asustada, sentía que su confianza en él era absoluta. Cada roce de sus manos, cada abrazo, fortalecía un vínculo que ni las sombras ni las amenazas podían romper.
Finalmente, al salir al aire libre, Mariana respiró profundo, sintiendo la tensión disminuir, aunque sabiendo que la amenaza aún existía.
—¿Estás bien? —preguntó Daniel, sosteniéndola cerca de su pecho.
—Sí… gracias a ti —dijo Mariana, con la voz temblorosa, entre alivio y emoción.
Daniel la besó de nuevo, largo, apasionado, como si el mundo exterior hubiera desaparecido. Ese beso era la prueba de que, a pesar de los secretos y el peligro, su amor podía superar cualquier obstáculo.