El sol aún no terminaba de subir cuando Mariana entró a la oficina con una taza de café en la mano. Había dormido poco, intentando no pensar en las palabras de Daniel la noche anterior, pero su mente no podía escapar de la sensación que le había dejado aquel beso: ardiente, sincero y lleno de una intensidad que la desbordaba.
Sin embargo, apenas se sentó, una voz familiar la sobresaltó.
—Buenos días, señorita Soto. —Era Adrián, sosteniendo otra taza—. Te traje tu café favorito. Recordaba que en la secundaria odiabas el que servían aquí.
Mariana lo miró sorprendida, sin saber si reír o agradecer.
—Oh, no hacía falta, Adrián, de verdad.
—Claro que sí. No todos los días se reencuentra uno con una vieja amiga —respondió él con esa sonrisa fácil que parecía iluminarle el rostro.
Varias miradas curiosas se volvieron hacia ellos. Mariana notó el calor subirle al rostro, incómoda por tanta atención, pero no quería parecer descortés. Tomó la taza con una sonrisa tímida.
—Gracias, de verdad. Eres muy amable.
Lo que no sabía era que, desde el vidrio polarizado de su oficina, Daniel observaba cada gesto, cada palabra, cada sonrisa. Su mandíbula se tensó al ver a Adrián inclinarse un poco más de la cuenta hacia Mariana, hablando con confianza, como si compartieran una intimidad que él no comprendía.
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A la hora del almuerzo, Mariana caminaba por el pasillo con sus documentos cuando Adrián la alcanzó.
—¿Ya almorzaste? —preguntó él con una sonrisa despreocupada.
—Aún no, estaba por ir a buscar algo rápido.
—Perfecto, entonces acompáñame. Conozco un restaurante cerca que tiene el mejor risotto de la ciudad.
Mariana vaciló. Solía almorzar con Daniel cuando podían, pero esa mañana él había estado ocupado en una reunión y no le había dicho nada.
—Bueno… solo un rato —aceptó finalmente, convencida de que no había nada de malo en compartir un almuerzo entre compañeros.
El restaurante estaba tranquilo, con música suave y un ambiente acogedor. Adrián hablaba de los viejos tiempos, contándole anécdotas que la hacían reír, y Mariana comenzó a relajarse. Sin embargo, no sabía que, justo en ese momento, Daniel salía de una reunión y, al no verla en su escritorio, decidió buscarla. Cuando preguntó dónde estaba, una secretaria le comentó casualmente:
—Salió a almorzar con el señor Méndez, el nuevo.
Daniel sintió cómo algo ardía dentro de él. No pensó, solo actuó. Tomó su chaqueta y salió directo hacia el restaurante, con pasos firmes y mirada decidida.
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Mariana reía suavemente cuando Adrián, en un gesto que pareció natural, se inclinó hacia ella y, con una servilleta, le limpió la comisura de los labios.
—Tenías un poco de salsa aquí —dijo sonriendo.
Ella se ruborizó, algo avergonzada.
—Oh, gracias. No me di cuenta.
—Tranquila, para eso estamos los amigos, ¿no?
Pero antes de que pudiera responder, una sombra se proyectó sobre la mesa. Daniel estaba de pie frente a ellos, con los ojos oscuros, la mandíbula apretada y una tensión que podía cortarse en el aire.
—Quítale la mano —dijo con voz baja, grave, tan cargada de furia contenida que Adrián se quedó inmóvil.
—Tranquilo, solo estaba—
No alcanzó a terminar. Daniel apartó su mano de un manotazo, con un movimiento rápido y controlado, pero claramente una advertencia.
—No la toques —dijo, casi en un susurro, pero con la autoridad de quien no necesitaba gritar para imponer respeto—. Ni una sola vez más.
Adrián lo miró sorprendido, a punto de replicar, pero la mirada de Daniel fue suficiente. Mariana, atónita, se levantó de golpe.
—¡Daniel, basta! No fue nada, solo—
—Vamos —dijo él, tomándola del brazo con firmeza, sin brusquedad, pero con una determinación que no admitía discusión.
Ella apenas pudo despedirse de Adrián mientras Daniel la guiaba hacia el auto. El camino hasta la oficina fue silencioso, lleno de una tensión densa que podía sentirse en el aire.
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Cuando llegaron, Daniel cerró la puerta de su oficina con más fuerza de la necesaria. Mariana cruzó los brazos, indignada.
—¿Qué fue eso? ¡Te comportaste como si… como si fueras dueño de mí!
—No soy tu dueño —respondió él, caminando hacia ella—, pero tampoco voy a quedarme mirando cómo otro hombre te toca.
—¡No me estaba tocando! —replicó ella—. Solo me limpió un poco de comida, por Dios.
Daniel se detuvo frente a ella, tan cerca que Mariana pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Su respiración era profunda, su mirada ardía de emoción contenida.
—¿Tú crees que no vi cómo te miraba? —susurró—. Ese tipo no quiere ser tu amigo, Mariana. Y tú no te das cuenta…
Ella lo miró, confundida entre enojo y algo más profundo que crecía dentro de ella.
—¿Estás… celoso? —preguntó, su voz bajando un tono.
Daniel soltó una risa corta, sin alegría.
—¿Celoso? Sí, maldita sea, lo estoy. —Dio un paso más, acorralándola suavemente contra el escritorio—. Estoy celoso porque no soporto verte reír con él, porque cada vez que te toca, siento que va a arrebatarme lo que más quiero.
Mariana lo miró a los ojos, y su enfado se mezcló con algo mucho más intenso.
—Daniel…
Él la interrumpió con un beso. Un beso que no pedía permiso, que llevaba toda la frustración, el deseo y el amor que había contenido durante el día. Mariana respondió con la misma fuerza, aferrándose a su cuello mientras sentía cómo la tensión se disolvía en una ola de emociones que los envolvía por completo.
Entre respiraciones agitadas, él apoyó su frente en la de ella.
—Perdóname… —susurró—. No quería perder el control, pero no puedo evitarlo. Te quiero, Mariana. Más de lo que pensé que sería capaz.
Ella lo miró con ternura, acariciándole la mejilla.
—No tienes por qué disculparte. —Su voz era suave, temblorosa—. Pero prométeme algo…
—Lo que quieras.
—Confía en mí. No importa quién se acerque, nadie podrá reemplazarte.