—¡¿Cómo pudiste haber sido tan imprudente en la fiesta de anoche?!—. A primera hora de la mañana, en la casa de los Seymour, el padre de Marianne descargaba su furia por los eventos que habían ocurrido la noche anterior.
—¿Por qué están peleando tan temprano?—intervino Margarita, entrando en la sala aún medio adormilada, restregándose los ojos—. Escuché sus gritos hasta el último piso. Es un milagro que los niños sigan dormidos.
—Papá está regañando a Marianne por haber bebido tanto anoche—comentó Minnie May, la más pequeña de las hermanas, con una expresión de resignación mientras jugueteaba con el dobladillo de su vestido. Estaba acostumbrada a este tipo de discusiones.
Margarita quitó los pies de Minnie May del sillón y se acomodó en su lugar. La madre de las hermanas, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, observaba la escena con una mezcla de molestia y preocupación.
—¡¿Pueden creer esto?! Tropezar borracha frente al señor Ivanov... —agregó la señora Seymour, con un suspiro dramático, como si estuviera a punto de desmayarse.
—¿Borracha?—preguntó Margarita, incrédula, arqueando una ceja.
—¡Solo fueron un par de copas!—exclamó Marianne, alzando la voz—. No exageres, padre. No fue tan grave.
—¡Tu comportamiento casi nos deja en vergüenza frente a tu única oportunidad de ser una mujer decente!—gritó el señor Seymour, su rostro enrojecido por la furia contenida.
—¿Una mujer decente?—replicó Marianne, con una risa amarga—. Si para ti ser decente significa renunciar a lo que una realmente ama y vivir solo para complacer a otros, entonces no quiero serlo.
—No puedes seguir comportándote así, Marianne—respondió su padre, tratando de mantener la calma, aunque su tono delataba la frustración acumulada—. No eres una niña, y tu compromiso con el señor Ivanov es lo único que puede salvarte de una vida solitaria y miserable.
Marianne apretó los puños, su mirada fija en su padre.
—Entonces cancela el compromiso —dijo, cruzándose de brazos.
—¡Eso no va a suceder!—sentenció su padre—. Te casarás antes de que tu prometido se canse de ti.
Marianne lo miró, herida pero decidida, mientras las palabras resonaban en la habitación. El silencio que siguió fue interrumpido solo por la entrada de un criado, quien informó al señor Seymour de unos asuntos urgentes. Con un último vistazo a su hija mayor, se marchó bruscamente de la sala, dejando atrás una atmósfera cargada de resentimiento.
Marianne soltó un suspiro profundo, incapaz de contener la sensación de derrota. Cuando se dispuso a retirarse, la señora Seymour se acercó, con su rostro lleno de lágrimas reprimidas.
—Huir no es la solución, Marianne—dijo, su voz temblando—. No puedes seguir evitando tus responsabilidades.
Pero Marianne no respondió. Observó cómo su madre se alejaba con la mirada perdida, y por un instante, se sintió como una extraña en su propia familia.
Cuando sus hermanas se acercaron con miradas de preocupación, fue Margarita quien habló primero.
—Marianne, ¿estás bien?—preguntó con suavidad, tocando su brazo.
Marianne les dedicó una sonrisa débil, aunque claramente forzada.
—No se preocupen por mi, hermanas—dijo, tratando de sonar animada—. Esto pasará. Papá solo está bajo presión por el señor Ivanov. Todo se arreglará.
Las hermanas, aunque no del todo convencidas, asintieron en silencio. Marianne intentó ser la roca que siempre había sido para ellas, pero en el fondo sabía que esta vez era diferente. Algo de toda esta situación, provocaba un cambio en ella que no era común.
—Ya casi nos vamos, Marianne—dijo Margarita, mientras las demás asintieron—. Ven, debemos hablar.
Las cinco hermanas se dirigieron al salón lateral, donde se escuchaban menos los ecos de la reciente pelea. Miranda, abordo el tema primero, del que todas las hermanas estaban curiosas.
—¿Dónde estuviste anoche, Marianne?—preguntó, cruzándose de brazos—. Desapareciste por un rato y no fuimos las únicas en notarlo.—
—Sí, notamos tu ausencia, y, no se cuantos más lo abran notado hermana.—agregó Marie—. ¿Acaso estás perdiendo el juicio?— dijo con un tono un poco preocupado con la esperanza de que su hermana mayor se sincerara con ellas.
Marianne rodó los ojos, pero no pudo evitar la sonrisa nerviosa que le cruzó el rostro. Sabía que sus hermanas no la dejarían en paz hasta que les dijera algo.
—Solo salí a tomar aire…—dijo, evadiendo la mirada de sus hermanas—. La fiesta se puso sofocante, eso es todo. Nadie aquí esta perdiendo el juicio.
—¿Eso es todo?—agrego Margarita, medio incrédula.
Marianne asintió con la cabeza, sin dar más explicaciones.
Nadie creyó la respuesta de la mayor, pero decidieron quedarse con la duda pues consideraban que su hermana ya había tenido suficiente, como para interrogarla
Horas más tarde, toda la familia se reunió en la entrada para despedir a las tres hermanas. Los niños correteaban alrededor de los carruajes mientras los sirvientes cargaban los baúles. La señora Seymour, ahora más tranquila, les daba besos en las mejillas a todos sus nietos, rogándoles que volvieran pronto.
—Mis queridas hijas, y mis amados nietos, no olviden que esta siempre será su casa—decía, con los ojos un poco rojos de la tristeza.— y ustedes tres, traiganme a mis hijas más seguido.— la voz de la señora Seymour, salio un poco más sería de lo que se esperaba y los tres jóvenes solo pudieron asentir levemente.
Cuando los carruajes partieron y el polvo del camino comenzó a asentarse, Marianne se quedó en la entrada, contemplando el horizonte. Minnie May se sentó a su lado, con una expresión de preocupación.
—¿Que piensas de Henry? Hermana—preguntó la niña, con un tono dolido—. Lo he escogido a él, Marianne. No quiero a nadie más.—
Marianne abrió los ojos en sorpresa mirando a su pequeña hermana por la revelación que acababa de hacer. La pequeña estaba tan sonrojada por su confesión pero parecía querer dejar un punto en claro.