“No de nuevo”, pensó Marianne al escuchar aquella voz tan inconfundible y a la vez tan familiar para ella. Fue imposible no reconocerlo.
—Tranquila, ya la tengo —dijo Andrew—. ¿Está bien? —preguntó con un tono seco, pero sus palabras eran genuinas mientras observaba su expresión, aún con los ojos cerrados, como esperando el golpe que nunca llegó.
Marianne abrió los ojos con cautela, todavía refugiada en los brazos de Andrew, como si al prolongar ese momento pudiera evitar la incómoda realidad de la situación. Sus mejillas, teñidas de un leve rubor, parecían traicionar una vulnerabilidad que tanto le había costado ocultar; una pequeña derrota en la presencia de aquel hombre.
—¿Señor Blackwood? —musitó, fingiendo sorpresa, mientras se liberaba rápidamente de su abrazo.
Ambos se quedaron en un silencio tenso, la mirada intensa de Andrew provocando que el sonrojo de Marianne se acentuara, lo que solo añadía más incomodidad a aquel instante.
—¿Por qué no se fija por dónde va? —comentó Andrew en un tono que pretendía aliviar la atmósfera—. Por poco cae al lago.
—¿Disculpe? —replicó Marianne, recuperando su compostura—. Su madre y el barón Stanley requerían su presencia, y me ofrecí a buscarle.
Andrew exhaló con una mezcla de incredulidad y paciencia, conteniendo una sonrisa apenas perceptible.
—Bien, pero pudo haberse mantenido más alerta. Ya estaba de regreso. Agradezca que la vi antes de que tropezara.
—¿Cree acaso, señor, que iba distraída? —replicó Marianne, elevando el mentón con una pizca de orgullo—. Claramente había notado la pendiente… aunque el suelo es traicionero.
Era una mentira; Marianne no había visto la pendiente, pero no quería admitirlo, no frente a él.
—¿Sabe qué es lo que pienso, señorita Seymour? —contestó Andrew, serio, con un toque de burla.
—Lamento decir que no me especializo en leer pensamientos, señor Blackwood —replicó con cierta gracia.
—¿En serio? Pensé que usted lo sabía todo.
—Bueno, hasta las mejores tienen sus limitaciones. Pero dígame ¿Qué es, entonces, lo que usted piensa?
—Para serle sincero, dudo que haya visto la pendiente, lo cual explicaría su caída —dijo Andrew, señalando el camino por donde Marianne había aparecido—. Pues si presta mucha atención, verá que no hay nada en el camino que pueda hacerla tropezar; está perfectamente liso.
—Bueno, señor Blackwood, intente caminar con este vestido y le aseguro que incluso con el suelo más perfecto, se podría tropezar —se excusó rápidamente.
Otra mentira. Marianne nunca había tropezado con su vestido al caminar; tantos años de entrenamiento bajo la severa vigilancia de su madre le habían enseñado a desplazarse con gracia inigualable.
Andrew se cruzó de brazos, estudiándola con una mezcla de diversión y escepticismo. Dejó escapar una risa suave, bajando un poco la guardia ante la ligereza de su comentario. Pero entonces, adoptó una expresión más seria.
—Ah, ya veo. El vestido, entonces, es el culpable —respondió, arqueando una ceja—. Solo espero que sea más cuidadosa en el futuro —su voz era suave, pero el mensaje era claro.
Marianne sintió el impulso de responder con una réplica mordaz, pero la intensidad de su mirada la dejó sin palabras por un instante. Al notar su titubeo, Andrew suavizó su expresión, permitiendo que una pequeña sonrisa asomara en sus labios.
—No quisiera que terminara en una situación… desafortunada, y sin nadie cerca.
Marianne sintió un escalofrío que rápidamente disimuló, recuperando su tono de dignidad.
—Aprecio su advertencia, señor Blackwood, pero no necesito supervisión en cada paso que doy.
Andrew asintió con un suspiro, volviendo a cruzar los brazos como si esa postura le ayudara a contener algo más profundo.
—Lo sé. Pero… no siempre está de más recordar que… a veces incluso las personas más fuertes tienen derecho a ser cuidadas.
Marianne lo miró, desconcertada e intrigada por esa frase inesperada. La frase, tan inesperada, resonó en su mente de una manera que no comprendía del todo.
Andrew, al percatarse de lo dicho, habló rápidamente:
—Creo que debemos volver con mi madre y el barón Stanley —se dio la vuelta y empezó a caminar.
—Señor Blackwood, espere… —Marianne fue detrás de él, apresurándose para alcanzarlo. Andrew, sin embargo, no se detuvo—. ¿Podría usted caminar más lento? Quisiera hablar con usted sobre nuestras hermanas.
Andrew se detuvo y la miró con seriedad. Marianne mantuvo la vista baja antes de hablar, sus palabras saliendo con cautela, como si temiera lo que él pudiera pensar.
—Señor Blackwood… Sé que entre nosotros… las cosas no siempre han sido fáciles —levantó la vista hacia él, observando su reacción—. Temo que… bueno, nuestras diferencias puedan afectar de alguna manera la amistad entre nuestras hermanas.
Andrew la miró, su expresión tornándose más seria. Aquello le resultaba inesperado, pero entendió la preocupación de Marianne.
—Señorita, nuestras diferencias no tienen por qué influir en la relación de Rosalie y su hermana—respondió firmemente—. Ellas son jóvenes y tienen derecho a construir su amistad sin que nuestro pasado las condicione.
—Eso lo dice ahora, porque hace unos días me dijo que no deseaba que nos acercáramos a su hermana.—Añadió mientras seguían discutiendo en el puente del lago.
—Lo sé —admitió él—. Pero reconozco que su hermana es una buena compañía para la mía.
Ambos quedaron en silencio, reconociendo tácitamente su deseo de proteger a sus hermanas. Marianne finalmente asintió agradecida de que Andrew comprendiera su inquietud.
—Ninguna de ellas debería sentirse atrapada en nuestras... diferencias, señorita—dijo, suavizando su voz—. Creo que somos lo suficientemente maduros para manejar nuestras diferencias sin involucrarlas a ellas, ¿no le parece?
—Es cierto, señor Blackwood. Tal vez estoy pensando demasiado en ello —dijo, esbozando una leve sonrisa—. Solo quiero que Minnie sea feliz, y temo que, sin darme cuenta, pueda interferir en eso.